Si en este momento tienes 25 años, lectora-lector, en septiembre de 2014 apenas tenías 15 y quizá no te enteraste bien de lo que sucedió en Iguala la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de aquel año. Y si tienes 20 años, y entonces tenías 10, probablemente no supiste nada. En estos próximos días vas a estar oyendo mucho el nombre “Ayotzinapa”, inclusive en las plataformas en las que sueles ver series. Por eso hoy te escribo a ti, que eres muy joven, aunque también a quienes son mayores y han olvidado que, antes que nada, esto se trata de una indescriptible tragedia para 47 madres y padres guerrerenses.
Acompáñame unos minutos, lectora-lector.
Es 11 de octubre de 2014 en Iguala, Guerrero. Llevo varias jornadas reporteando en la zona. Quince días atrás, la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre, desaparecieron a 43 normalistas de Ayotzinapa, jovencitos de origen muy humilde que recién habían ingresado a la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, todos motivados por el sueño de ser maestros para un día conseguir mitigar, con su modesto salario, la miseria de sus familias campesinas.
Es 11 de octubre 2014 y en este momento ya hay indicios y evidencias de que policías municipales y sicarios del cártel Guerreros Unidos fueron quienes levantaron a los 43 jovencitos. Pero no sólo eso, también asesinaron a tres estudiantes más: los criminales (con y sin placa policial) balearon a Julio César Ramírez, Daniel Solís Gallardo y Julio César Mondragón Fontes.
Los cadáveres de los primeros dos quedaron tirados en la avenida Periférico Norte.
Los restos de Julio César, encontrados la mañana del sábado 27 de septiembre en un lote baldío contiguo a dicha vía, exhibieron siniestramente lo que íbamos a enfrentar en este caso a partir de ese momento: a Julio César Mondragón Fontes lo habían asesinado… y desollado. Le habían arrancado parte del rostro y extraído los ojos después de golpearlo y causarle 40 fracturas en todo el cuerpo. ¿Por qué esa saña, por qué esa tortura, por qué semejante brutalidad? Para que quedara claro quién mandaba en el lugar: el crimen organizado, sostenido por una vasta red de complicidades de funcionarios del Estado mexicano.
Como si no estuviéramos estupefactos todos los periodistas con lo ya consignado durante esos primeros días, paralelamente transcurría otra tragedia más: la de Aldo Gutiérrez Solano y una maldita bala calibre .223. Aldo era el estudiante 47 de Ayotzinapa alcanzado por la maldad de capos y policías de Iguala, Cocula y Huitzuco de los Figueroa. Regreso a la crónica que, en aquel entonces, publiqué en Milenio. Es sábado 11 de octubre de 2014. Leo en una hoja blanca pegada arriba de una cama hospitalaria: “Ruptura de cráneo por proyectil de arma de fuego”. El paciente tiene un rosario plateado anudado en su mano derecha. También una cinta de tela café en la muñeca de la misma mano. Es una reliquia. En la cabeza le colocaron un pañuelo blanco bendecido con la imagen del Sagrado Corazón. Se aprecian suturas en ambas sienes. Una doctora, la encargada de la Unidad de Terapia Intensiva, se acerca a la cama donde él yace. Le toca el pecho con firmeza, pero delicadamente. “¡Aldo!”. El joven de 19 años mantiene los ojos cerrados, pero reacciona durante fracciones de segundos. Mueve ligeramente el brazo izquierdo y el pecho. También las piernas. Es como un leve espasmo que se extiende hasta los párpados. Aldo recibió un balazo en la cabeza. Ha perdido la funcionalidad del 65% del cerebro. Está en coma. Si se recuperara de alguna forma, su vida probablemente sería la de un ser inerte. Eso es lo que ocasionó esa maldita bala .223. Esa bala que perforó y atravesó de un lado la cabeza de Aldo, el normalista de Ayotzinapa originario de Tutepec, poblado campesino del municipio de Ayutla de los Libres.
Entrevisto al tratante. Me confía el parte médico el doctor Fernando Yáñez Méndez, radiólogo, director del Hospital General de Iguala. “Entra la bala por la región frontal izquierda, sale por el lado derecho. Produce hemorragia e inflamación intensas. Y como consecuencia de esto se produce un infarto cerebral en los lóbulos frontales, los lóbulos temporales y en la región cortical. En la corteza cerebral. Eso afecta muchas zonas. Es un infarto cerebral que quiere decir que, prácticamente, 65% del cerebro de Aldo no funciona. Está muerto ese tejido. Va a quedar con muchas alteraciones motoras sensitivas, cognoscitivas. De esto, por supuesto, la familia ya está enterada. Ese estado se llama coma vigil. Si él sale, si mejora, no va a poder tener interrelaciones con nadie. Así va a ser. Hay posibilidades de que sobreviva, pero quedaría sin interrelación con el medio ambiente. Va a necesitar una asistencia especial. Va a necesitar ser alimentado por una sonda de gastrostomía, con su traqueotomía, con cuidados especiales. ¿Tiene reacción de algún tipo? Sí, por eso no tiene muerte cerebral. Él responde a estímulos dolorosos y sensitivos. Por ejemplo, si usted le aprieta el esternón, reacciona. Si usted le roza su cara, tiene una reacción de defensa. Tiene tos. Es un reflejo. El pronóstico de Aldo es malo para la función y reservado para la vida. Es muy triste para todos. Es una tragedia”.
Lo último que supe de Aldo es que desde 2018 volvió a su casa donde sobrevive en esas condiciones especiales a las que se refería cuatro años antes el director del hospital. “Desde que está en Ayutla va construyendo más mecanismo para comunicarse: cuando quiere que le sigan platicando no deja de parpadear. Cuando le da gusto ver a alguien le aprieta la mano, como hace siempre que ve a su mamá. Cuando algo no le interesa, bosteza. Cuando está contento no deja de mover los dedos de su mano derecha, como si llevara el ritmo de una canción. Todo esto motiva a su familia”, escribió en una crónica para EL UNIVERSAL mi colega Arturo de Dios Palma. Eso fue el 27 de septiembre del 2020, un texto prolífico en el cual también narra que el joven tuvo Covid-19 y salió adelante. “Aldo comenzó a tener fiebre, hasta 39 grados, los ojos se le pusieron rojos, los pies morados y se comenzó a hinchar. Tenía diarrea. Los médicos no descifraban el padecimiento. La familia pidió que le hicieran la prueba de Covid-19. Salió positivo. Todos se pusieron nerviosos. Pero recurrieron a lo de siempre: se organizaron. Los cuidados se volvieron más rigurosos, tuvieron que usar trajes de bioseguridad un mes y medio, con el calor sofocante de la Costa Chica. A sus padres los aislaron, los dos eran de alto riesgo en la pandemia. Aldo comenzó a recibir el tratamiento y las mejoras se hicieron notar al tercer día. La fiebre comenzó a ceder y 25 días después Aldo se restableció. ‘La volvió a librar este chamaco’, dice Leonel, su padre”, tecleó Arturo.
Esta es la tragedia humana de Ayotzinapa que no debemos olvidar, las vidas truncadas de 47 estudiantes, 47 madres y 47 padres.
El resto, no es humanidad, es grilla.
AL FONDO
Por si no se entendió bien la tragedia, en estos diez años han fallecido una madre y cuatro padres de estudiantes desaparecidos. Una madre y cuatro padres que nunca encontraron ningún tipo de consuelo para sus pérdidas, para reparar mínimamente la mutilación en vida que les supuso perder a sus hijos, cuyos cuerpos jamás hallaron. Minervina Bello, Saúl Bruno Rosario, Bernardo Campos, Tomás Ramírez y Ezequiel Mora, murieron sin hallar verdad alguna ni del gobierno de Enrique Peña Nieto ni del de Andrés Manuel López Obrador.
BAJO FONDO
Lo demás sobre el caso Iguala es de canallas: el inmisericorde uso político que le han dado al expediente unos y otros (funcionarios, abogados) sin que les haya importado en lo más mínimo el sufrimiento que, al paso de los días y años, le han causado con sus promesas y mentiras a las madres y padres de los estudiantes Ayotzinapa, a quienes les han dado expectativas inasibles una y otra vez.
Tristísimo todo.
TRASFONDO
El pronóstico para México, a diez años de la infamia perpetrada la noche de Iguala-Ayotzinapa, es malo para la seguridad nacional y reservado para la paz de la sociedad mexicana.
Twitter: @jpbecerraacosta