Tan vasto en historias y personajes nacionales de no creerse, que nadie se atreve a filmar por el qué dirán, mientras pululúan en plataformas remakes de necedades como El asesinato de Paco Stanley, ¿Dónde quedó la Niña Paulette?, Tengo que morir todas las noches (del Bar El 9), y otros atentados al sentido común, mientras muchos quisieran ver series de las que, culturalmente, no se deben hablar.

Sin embargo, un profuso contingente quisiera ver los chismes verdaderos o patrañas inventadas de mitos antológicos, como los de El estrangulador de Tacuba, Huesos en el Desierto de Juárez, El cazafantasma mexicano, Los amores imposibles de Don Juan Orol, El monstruo de Ecatepec, El poder detrás del trono del narco y El conjuro de los necios del rock mexicano.

Muchos títulos podrían desembocar en otros como Las noches imposibles del Barba Azul, Los revolcones del Tenampa, La devoción de Pepe El toro y El tuerto, La fuga de Alberto Sicilia Falcón, El Palacio no tan negro de Lecumberri y Las vidas nada ejemplares de Arturo (El negro) Durazo, Los archivos secretos de Jaime Maussan, El secuestro de las nenas del 7 y otros que viven en el inconsciente colectivo de varios mexicanos.

El problema es que plataformas como Netflix y otras no se atreven por lo escabrosas que pueden resultar estas historias, quedando a la deriva personajes curiosamente interesantes. Nadie se ocupa de la existencia secreta de Chabelo, ni de los vampiros nacionales de Curados de espanto (1991), de Alberto Martínez Solares, ni del conde Karol de Lavud, de El vampiro (1957), de Fernando Méndez y mucho menos de El vampiro Teporocho (1989), de Rafael Villaseñor Kuri.

Imposible ver filmadas las historias mexicanas fantásticas de ataques sorpresivos del Chupacabras, los desafíos fantasmales pirados de Carlos Trejo, como las historias increíbles del karateca Alfredo Adame.

El México añorado de Tradiciones y leyendas de la colonia clama justicia por esa clase de historias. Ni a esos relatos inspirados no en el punk inglés, sino en el mexicano de Intrépidos punks (1986), de Francisco Guerrero y su secuela La venganza de los punks (1987), de Damián Acosta, dos joyas que ya han sido revalorizadas por la crítica exquisita franco-mexicana.

¿Más ejemplos? Hay que imaginar qué sería con producción la historia de La combi asesina (1982), de Alberto Mariscal, o la obra que es Masacre en el río Tula (1985), de Ismael Rodríguez, que narra los excesos de Francisco Sahagún Baca echándose a un cartel de 12 traficantes de drogas México-sudamericanos.

La serie hoy sería un hallazgo del México salvaje de los años 80. pepenavar60@gmail.com

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