La última incursión clandestina y temeraria que se hizo antes de que cerrara sus puertas definitivamente la cárcel de Lecumberri el 27 de agosto de 1976, la hizo, que se sepa, Jesús Pantoja, hermano de los fundadores del Tianguis del Chopo, Jorge y Toño.
El saldo o “botín de guerra”, luego de ser introducido por Benito Escobar y Adolfo García, dos policías amigos de él, fue de varios enceres domésticos, un uniforme, camisola y una cuartelera de los presos: platos, libretas del personal de guardia; libros (el Final de Lecumberri, las fotocopias originales de una obra de Goyo Cárdenas…), gafetes y algunos documentos oficiales de la Crujía L.
Todo estaba destinado a ser desaparecido por vía del fuego. Por eso es que no hay memoria histórica oficial.
Jesús también se agenció algunos expedientes y un programa oficial del partido de futbol americano de Los Ángeles Negros de Lecumberri contra Los Perros de Santa Martha Acatitla.
Esto pasó mucho antes de que Pepe El Toro, cinematográficamente, le ajustara cuentas al Ledo sacándole hasta un ojo y de que Juan Ibáñez, el de “Los Caifanes”, rodara en lo que quedaba del penal, la rara A fuego lento.
Después, ya se sabe, Arturo Ripstein contratado por el gobierno para hacer un documental de media hora de lo que había sido la cárcel, lo extendió a casi dos horas, sin censura. Sin este imprescindible documento fílmico de 1976 (incluidos sus temidos apandos, que también están la película de Felipe Cazals), no se sabría cómo era el infausto lugar originalmente pensado para albergar a 800 presos, 180 mujeres y 400 menores de edad.
El tema también fue retomado por Canal 11 en su serie Cárceles, realizado por Enrique Quintero Mármol y los Tres Tristes Tigres.
Hubo de todo entre sus reclusos: asesinos como Goyo, El Pelón Sobera, Ramón Mercader, Fidel Corvera Ríos, Pancho Valentino); falsificadores como Héctor Donadieu “Sampietro”, cantantes como Juanga, pintores como David Alfaro Siqueiros, más un gran contingente de presos políticos del Movimiento Estudiantil (José Revueltas, Álvaro Mutis, José Agustín, Luis Gonzales de Alba) y escritores extranjeros como William Burroughs.
El último de los dos escapes que hubo (el primero lo realizó Dwight Worker, disfrazado de mujer) fue el memorable de Alberto Sicilia Falcón, quien huyo con cuatro compinches más a través de un túnel, que seguramente inspiró al “Chapo” Guzmán.
El cierre de la prisión obedeció a la promiscuidad, corrupción en todos los niveles, desatención jurídica, mala alimentación y espacios claustrofóbicos.
Su inminente destrucción se paró instantáneamente, cuando a alguien se le ocurrió la idea de convertir Lecumberri en el Archivo General de la Nación. Gracias al rescate de Jesús Pantoja, hoy se conocen también los gafetes de vigilancia, la comida de los reclusos; el esquema de drogadicción permitido, muchos de los males del grupo de enfermos, el control interno de los motines, las célebres fugas y el final de la casa-hogar de Gregorio Cárdenas que escaló, desde vendedor en una tiendita dentro de la cárcel, hasta la abogacía para ayudar a los moradores del lugar.
Hoy totalmente remozado, el Palacio Negro es definitivamente otro palacio sin crujías y pasillos desiertos de lo que fue una penitenciaria legendaria, inaugurada en septiembre del año de 1900 por Porfirio Díaz. Eso sí, nunca fueron totalmente palacio José Egozzi Béjar, Roberto Hernández Rubí y Luis Zúccoli, compañeros de celda de Sicilia Falcon, con quien se fugaron para, luego de cuatro días que les duró el gusto, fueran reaprehendidos.
Sí hubo reformas en su última época como eliminar los cobros indebidos por las fajinas, extensión de las visitas conyugales y clausura de los infames apandos. A Jesús Reyes Heroles, que fue secretario de Gobernación, se debe que el Palacio Negro no fuera vuelto otra cosa.
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