El lunes 8 de agosto el presidente de la República anunció que expediría un decreto por medio del cual la Guardia Nacional pasaría a integrarse a la Secretaría de la Defensa. El “pequeño” problema es que carece de facultades para ello porque el artículo 21 de la Constitución dice textualmente que: “La Federación contará con una institución de carácter civil denominada Guardia Nacional… La ley determinará la estructura orgánica y de dirección de la Guardia Nacional que estará adscrita a la secretaría del ramo de seguridad pública…”.
Aquí podría terminar la nota porque suponemos que la Constitución se encuentra por encima de los deseos del presidente y porque éste, en su toma de posesión, se comprometió a cumplir y hacer cumplir las disposiciones de la misma.
Por si fuera poco, no es siquiera un mandato heredado. Fue en 2019, durante la ríspida discusión del tema, que las bancadas en el Congreso aprobaron esas adiciones a la Constitución. Los diputados federales, senadores y diputados locales del partido del presidente y los que integran su alianza, votaron por esas disposiciones. Y uno pensaría que están comprometidos con su voto.
Como era de esperarse, la declaratoria del presidente desató inmediatamente una ola de impugnación no sólo legitima sino elemental. Partidos, comentaristas, organizaciones civiles e incluso organismos multinacionales como ONU-DH o Amnistía Internacional, solicitaron al presidente que cesara su pretensión. Porque si el titular del Ejecutivo piensa que está por encima de mandatos constitucionales inequívocos y sigue adelante, estaremos al borde del gobierno del antojo autoritario.
No obstante, el presidente insistió al día siguiente. Enunció una fórmula digna de Cantinflas: la Guardia Nacional “seguirá siendo una institución de carácter civil dependiendo de la Secretaría de Defensa”. Y señaló que él continuaría con su iniciativa y que al final decidiría la Suprema Corte. Creo que el presidente y sus asesores saben que la norma constitucional es clara. No obstante, imagino, apostará a que los ministros alineados a su voluntad “le saquen las castañas del fuego”. Una jugada perversa por donde se le vea que solo servirá, independientemente de su desenlace, para erosionar aún más la confianza en los poderes de la República.
Por si lo anterior fuera poco, el 12 de agosto el presidente anunció que intentará que las fuerzas armadas continúen de manera permanente con labores de seguridad pública, a pesar del transitorio constitucional que establece que esas tareas serían temporales hasta marzo de 2024. ¿Una profecía autocumplida?
El reiterado desprecio a las normas que se comprometió a cumplir es una de las caras más siniestras de un gobierno que supone que sus “buenos” deseos son superiores a la ley. Y esa cara solo puede producir incertidumbre, abusos, perplejidad y desorden. La idea de que la justicia es superior a la ley sin comprender que la única justicia digna de ese nombre es la que se hace en el marco de la ley, creer que su voluntad está por encima de las normas, tratar de someter a los otros poderes constitucionales a su capricho, está transformando a un gobierno electo democráticamente en un gobierno despótico.
En lugar de que nuestro presidente sea el primer defensor de la legalidad, y que si desea modificarla acuda a los procedimientos que la propia Constitución y las leyes señalan, parece inspirado en José Alfredo Jiménez: “Hago siempre lo que quiero/ y mi palabra es la ley”.
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