Sigue flotando en el ambiente la idea de una nueva reforma electoral. Y (me) llama la atención que buena parte de las iniciativas y declaraciones se centren en instituciones y procedimientos que han demostrado que funcionan y ofrecen buenos resultados y que el núcleo fundamental, el que otorga sentido a los comicios, es decir, el tema de la representación, o bien se omita o se anuncien iniciativas para recortar la presencia de la pluralidad política.
Es el caso de la idea de mutilar del Senado a los 32 plurinominales. Quizá valga la pena hacer un recordatorio histórico y ofrecer una posibilidad diferente que intente al mismo tiempo mantener a la llamada Cámara Alta como aquella en la que cristaliza el “pacto federal”, pero dando al mismo tiempo cabida a que en ella comparezca la diversidad política que existe en las entidades.
En 1977, con la primera reforma política, la fórmula de composición del Senado no fue tocada: se seguirían eligiendo 2 por estado, los cuales serían para el partido que obtuviera más votos. Por ello, en las elecciones de 1982, aunque el PRI obtuvo el 65% de los votos logró el 100% de los Senadores (64 de 64). Así, mientras la Cámara de Diputados se beneficiaba de los vientos del pluralismo, el Senado se mantenía como una fortaleza monopartidista.
Durante los debates de la reforma de 1986, las oposiciones argumentaron a favor de que el Senado se abriera al pluralismo, pero la reforma que prosperó hizo oídos sordos a ese reclamo y refrendó que en cada estado se seguirían eligiendo dos senadores, pero de manera escalonada (uno cada tres años que duraría en su encargo seis). La potente ola electoral que encabezó el Ing. Cárdenas en 1988 logró el arribo de los primeros 4 senadores de oposición a esa Cámara. No obstante, la fórmula de traducción de votos en escaños hizo que con el 51% de los votos (conteo oficial) el PRI obtuviera 60 de los 64 senadores, es decir, el 93.75%.
Fue hasta 1993 cuando por fin, de alguna manera, se tomó en cuenta la exigencia opositora y se estableció que en cada entidad se elegirían cuatro senadores, 3 serían para la mayoría y 1 para la primera minoría. De tal suerte que luego de las elecciones de 1994 el Senado quedó integrado por 95 del PRI, 25 del PAN y 8 del PRD; 74.2, 19.5 y 6.3 por ciento, respectivamente. Todavía se apreciaba una discrepancia enorme entre votos y escaños (el PRI había logrado menos del 50% de los votos), pero por lo menos la diversidad política estaba presente en esa Cámara.
Fue en la reforma de 1996 que se diseñó la fórmula que ha pervivido hasta ahora. Es conocida: se eligen 3 senadores por entidad cada 6 años, 2 son para la mayoría y 1 para la primera minoría, y además 32 senadores por medio de una lista nacional de senadores plurinominales. Su virtud: asume que el pluralismo político debe estar representado en el Senado de manera más o menos proporcional a los votos obtenidos. Su defecto: que los 32 senadores de lista no representan a ninguna entidad, siendo que se supone que en esa Cámara todos los estados deben contar con el mismo número de representantes.
Desde el simplismo no han faltado voces que postulan que hay que borrar a los senadores plurinominales. No se asume que, con ello, otra vez, se perdería la justa proporción que debe existir entre votos y asientos. Por ello, digo, se pueden suprimir los “pluris” (que en efecto distorsionan la idea fundadora del Senado), pero para no desfigurar la representatividad se deberían elegir 4 senadores por entidad y repartirse con un criterio de estricta proporcionalidad (4-0; 3-1; 2-2; 2-1-1; 1-1-1-1, según el porcentaje de votos en cada entidad). Permitir que la diversidad que existe en los estados se encuentre representada. Pero claro, no se trata de un asunto técnico, sino político. ¿Qué se quiere? ¿Qué las distintas fuerzas políticas se encuentren representadas de manera más o menos equilibrada según los votos o incrementar de manera artificial la representación de la mayoría? Esto último sería una vuelta al pasado.
Profesor de la UNAM