E n el año 2000, antes de las elecciones federales, el IFE invitó al expresidente de España Felipe González a dar una plática. Él mismo señaló el tema: “La aceptación de la derrota, característica y condición de los sistemas democráticos”. En el ambiente seguía flotando la noción o el prejuicio de que el PRI, si perdía, no sería capaz de reconocer el resultado. A pesar de que en las elecciones de 1997 se había probado que los procedimientos y normas que modulaban la elección eran imparciales y que los funcionarios del instituto eran capaces de asimilar cualquier resultado, décadas de hegemonía del partido tricolor seguían inyectando dudas. Si bien tres años antes por primera vez la Cámara de Diputados no contaba con mayoría absoluta de ningún partido y a pesar de que en ese mismo año el PRD, y la candidatura del Ing. Cárdenas, habían ganado el gobierno de la capital, las suspicacias se mantenían. Aquel viejo adagio de “hasta no ver no creer” presidía buena parte de las expectativas. Esa noche, cuando se conocieron los resultados, el presidente Ernesto Zedillo y el candidato del PRI, Francisco Labastida, reconocieron el triunfo de Vicente Fox. En una actitud que los honra pusieron fin a la incertidumbre.
Porque como bien escribió Adam Przeworski, “la democracia es un sistema en el que los partidos pierden elecciones”. Parece una frase anodina y sin embargo no lo es. Adquiere todo su significado ante la reacción del gobierno de Venezuela que es incapaz de asimilar su derrota en las urnas.
La oposición venezolana apostó a un cambio de gobierno por la vía electoral. Una ruta consagrada en la Constitución y que dado el profundo malestar existente contra la gestión de Nicolás Maduro resultaba promisoria: un relevo con la participación de los ciudadanos de manera pacífica e institucional. Un expediente civilizado que permite el cambio de gobierno sin el costoso recurso de la sangre (Karl Popper). No obstante, a estas alturas es transparente que el gobierno venezolano no quiere o no puede (o ambos) reconocer su derrota.
El gobierno fue capaz de colonizar y alinear al Consejo Nacional Electoral colocando en su dirección a incondicionales del régimen, pero no logró desmantelar algunos de los mecanismos fundamentales que permiten la celebración de elecciones auténticas. Por un lado, el presidente del CNE, Elvis Amoroso, salió a proclamar el triunfo de Maduro con el 51.95% de los votos sin aportar información desagregada de los resultados; por el otro, la oposición y su candidato Edmundo González Urrutia ofrecían copias de las actas que demostraban su contundente triunfo.
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su más reciente libro, La dictadura de la minoría (Ariel. 2024), luego de analizar varios casos, escriben que es más sencillo aceptar la derrota “cuando (los perdedores) creen que tienen posibilidades razonables de volver a ganar en el futuro” y/o cuando creen “que perder el poder no comportará una catástrofe” para ellos. Quizá por ahí existan algunas claves para comprender la cerrazón de Maduro y los suyos que saben que su desprestigio es tal que difícilmente podrían ganar en el futuro inmediato unas elecciones y que después de la derrota su porvenir pinta negro.
Pero más allá de especulaciones diversas de por qué no aceptan el resultado de las urnas, lo cierto es que no admitir la derrota electoral significa la edificación de un gobierno de facto, por encima de la ley, que se “legitima” a sí mismo, es decir, una dictadura.
Profesor de la UNAM