En el año que ya despunta se cumplirán 20 años de la primera alternancia en la presidencia de la República. Y dada la desmemoria colectiva vale la pena evocar ese tiempo.
Aquel suceso fue recibido con esperanza, incredulidad y calma. Esperanza, porque a través de las urnas una sociedad compleja, diferenciada y polarizada apostaba por una coalición de gobierno distinta a la que había gobernado el país a lo largo de las décadas. Un cierto hartazgo fue acicate de aquel vuelco. Incredulidad, porque la novedad del evento a muchos les pareció milagroso o por lo menos inesperado. Acostumbrados a resultados electorales en el que el partido oficial salía victorioso —con buenas y malas artes— muchos pensaban que la alternancia en la presidencia por la vía electoral era imposible. Y en calma, porque la aceptación de los resultados por parte del gobierno y de los partidos contendientes mostró con nitidez que estábamos obligados a vivir inmersos en la pluralidad.
Se trató de la desembocadura de un proceso, no de un milagro. En los años anteriores las condiciones institucionales y normativas se habían modificado para ofrecer garantías de imparcialidad y equidad en las contiendas electorales. Además, la correlación de fuerzas entre los partidos se había equilibrado. Partidos cada vez más fuertes e implantados fortalecían la competitividad electoral y esta última vigorizaba la centralidad de los partidos. Si bien para muchos resultó una sorpresa, algo que no estaba como posibilidad en su radar, lo cierto es que la alternancia no fue un rayo en cielo despejado. Por el contrario, fue el producto maduro de un proceso de transformación democrática que supuso la construcción de un sistema de partidos plural y de un sistema electoral imparcial y equitativo, y que sentó las bases para lo que sucedió aquel 2 de julio del 2000.
Un proceso que inició con la reforma electoral de 1977 y finalizó con la de 1996. En seis reformas sucesivas e incrementales (1977, 1985, 1989-90, 1993, 1994 y 1996), se transformó el escenario institucional en el que se celebraban nuestros comicios. Si hubiese que hacer una síntesis más que apretada de ese tortuoso proceso, cargado de conflictos y transformaciones, se podría decir que primero se dio entrada a corrientes políticas a las que se mantenía artificialmente marginadas del mundo institucional y se amplió un cierto espacio para la representación de las minorías en la Cámara de Diputados; luego se construyeron las instituciones y los procedimientos para ofrecer garantías de imparcialidad; y finalmente se edificaron las condiciones para que las contiendas electorales fueran más o menos equitativas. Luego, la participación de los ciudadanos con sus votos remodeló el espacio de la representación política y las oscilaciones de los humores públicos dieron la posibilidad de gobernar —en municipios, estados y a nivel federal- a diferentes fuerzas políticas.
Hoy aquello parece lejano. Y lo es. Rápida y venturosamente nos acostumbramos a la coexistencia y competencia de la diversidad política, a los fenómenos de alternancia en todos los niveles de gobierno, a la existencia de cuerpos legislativos donde convive, debate, se pelea y acuerda la pluralidad de opciones que ahí tienen asientos, a que ningún partido tiene asegurada su permanencia en los distintos gobiernos y a que algunas minorías pueden convertirse en mayoría. No es poca cosa. Pero esa casa común que puede y debe cobijar a la diversidad de sensibilidades y opciones que cruzan al país, no es suficientemente apreciada por muchos. Los fenómenos de corrupción, el maremoto de violencia, el crecimiento económico famélico, las desigualdades y exclusiones, conforman una sociedad escindida, cargada de privilegios para unos y de carencias para los más, que no es el mejor terreno para la reproducción de relaciones democráticas. Y si a ello le sumamos las pulsiones antidemocráticas que palpitan en la sociedad y el gobierno, recordar que el proceso de cambio democrático en México fue arduo pero venturoso, quizá no sobra.
Profesor de la UNAM