Ingresé a la preparatoria No. 4, Vidal Castañeda y Nájera, en el lejano 1967. Han pasado 53 años y hoy soy profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Mi vida ha sido modelada por la UNAM y a esa institución le debo (casi) todo.

En 1967, la prepa estaba casi nueva, reluciente. En Observatorio, Tacubaya, el recinto era espectacular. Además de las aulas y laboratorios, teníamos cafetería, alberca, gimnasio, cancha de futbol, auditorio con proyectores en 35 milímetros, enfermería. Pero lo fundamental era un ambiente efervescente: el encuentro de jóvenes de distintas extracciones sociales que veíamos en la educación una plataforma de progreso, fiesta y servicio social. La prepa tenía sus maestros icónicos: Muñoz Cota, María Edmée Álvarez, Martínez y Martínez y sus rutinas insalvables: las tortas “Lalo” o el cotorreo plácido y dilatado como si fuéramos lagartijas al sol. La prepa y quienes en ella estudiábamos fue sacudida por el movimiento de 1968 que a muchos nos inoculó el gusano de la política. Las ansias de libertad, democráticas, fueron momentáneamente contenidas por la furia paranoide de un gobierno insensible. Pero el espíritu democratizante del 68 no se extinguió.

En 1970 entré a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales a estudiar la carrera de Sociología. Sus instalaciones eran pequeñas, entre Derecho, Economía y Odontología, pero había una cafetería con el único mesero de la UNAM, don Tacho, y una vida académica y política intensa. Me beneficié del conocimiento de maestros de primera (y otros regulares): Holguín Quiñones, Flores Olea, Cecilia Diamant, Ramos Galicia, Cardiel Reyes, Arnaldo Córdova, Juan Felipe Leal, Eduardo Honey Vizuet, López Cámara, López Díaz, González Cossío, Mariclaire Acosta y tantos más. Pero sobre todo forjé amistades y complicidades que se extienden hasta ahora y entré en contacto con autores y obras que me abrieron un horizonte intelectual inimaginable. Junto a los clásicos de la Sociología, Comte, Durkheim, Weber o de la política, Montesquieu, Tocqueville o Maquiavelo, se leía a Marx y a Merton, a Aron y a los manuales como el Timasheff o el Touchard. Los cursos de invierno y verano nos pusieron en contacto con figuras de las que sólo teníamos referencia a través de los libros y periódicos. Figuras del espectáculo de las ciencias sociales. Pasaron por ahí Eric Hobsbawm, Susan Sontag, Ernest Mandel, Herbert Marcuse, André Gorz y tantos más. Y flotaba en el ambiente la necesidad de un cambio político que ampliara el ejercicio de las libertades.

En 1974 inicié mi carrera académica como ayudante de Juan Felipe Leal y un año después (1975) concursé por una plaza para profesor de tiempo completo. Desde entonces he sido profesor e investigador de la UNAM (salvo de 1994 a 2003, que me fue otorgada una licencia sin goce de sueldo para laborar en el IFE). Un privilegio que me ha permitido impartir clases, leer, escribir, investigar y publicar sin restricción alguna.

También en la UNAM inicié mi actividad política. Me uní al proyecto de construcción de un sindicato del personal académico que tenía tres grandes objetivos (y que vale la pena recordar por aquello de la amnesia social) en un marco de acoso a las universidades públicas: 1) defender los intereses laborales de profesores e investigadores, 2) proteger y fortalecer a las universidades públicas y 3) ser un vehículo eficiente para entrar en contacto con otros grupos de trabajadores para generar iniciativas conjuntas. Fui miembro del primer y único comité ejecutivo del SPAUNAM y del primer comité ejecutivo del STUNAM. Como profesor universitario también participé en el entonces esperanzador proceso de unidad de la izquierda (MAP, PSUM, PMS, PRD).

La Universidad es un universo en sí mismo. No existe actividad científica que no se recree en su campus, no hay expresión artística que no encuentre cobijo en ella, no hay debate público que no encuentre eco o motor en sus espacios. Miles y miles de estudiantes acuden todos los días a sus aulas y obtienen una formación profesional, pero si quieren, pueden además ampliar su campo de visión y sensibilidad porque junto a esa formación están a su alcance expresiones culturales de todo tipo: cine y danza, artes plásticas y música, teatro y exposiciones. La UNAM no solo capacita para ejercer una profesión, sino que abre el horizonte y educa para intuir que el mundo es ancho, rico, variado, complejo e inabarcable. Los miles de investigadores en todas las áreas del conocimiento son además la máquina que jala al tren, generando conocimiento de vanguardia y sintonizando las diferentes disciplinas con los circuitos más desarrollados en prácticamente todos los campos.

Enseñar, investigar y difundir la cultura son las tareas que la Ley Orgánica le impone a la UNAM. Y para quien la conoce —y más allá del ruido mediático—, esas labores se cumplen día a día, ciertamente con diversos grados de calidad, pero beneficiando a cientos de miles de estudiantes y al país todo. Por ello, defenderla, fortalecerla, elevando su calidad y cumpliendo con sus encomiendas es una tarea que debería ser apreciada por todos.

No es de extrañar entonces que muchos de sus egresados quieran ayudar a reforzarla. Se trata de miles de universitarios o ex universitarios, que pasaron por sus aulas, y saben porque lo vivieron, que en ese trayecto se enriquecieron, que obtuvieron los instrumentos para desarrollar una actividad profesional, que comprendieron de mejor manera su papel como ciudadanos y el importante rol que juegan las instituciones públicas de educación superior. Y una de las fórmulas importantes que esos egresados han diseñado para apuntalar a la Universidad es la de la Fundación UNAM.

Creada en 1993, la Fundación recauda y administra recursos de miles de egresados que son destinados a becas de muy diferente tipo (de manutención, de excelencia académica, para aprender inglés, etc.), para la adquisición de equipamiento académico, para apoyar diferentes proyectos de investigación, eventos culturales, publicaciones, etc. Se trata de fortalecer el patrimonio de la UNAM y, sobre todo, apoyar económicamente a estudiantes para que puedan finalizar sus estudios. Y ello no sería posible sin el generoso apoyo de ex alumnos que de esa manera retribuyen algo de lo mucho que la UNAM les otorgó.

La UNAM es parte del mejor patrimonio de los mexicanos. Por ello debemos defenderla, apoyarla y permitir que se desarrolle de manera autónoma. Es una construcción de generaciones, imprescindible en la perspectiva de un México incluyente e ilustrado.

Académico adscrito al Centro de Estudios Políticos, FCPYS-UNAM

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