Como si la UNAM no existiera, como si su comunidad estuviera pintada, un diputado de Morena presentó una iniciativa de reforma a la Ley Orgánica para que el rector y los directores de facultades, escuelas e institutos fueran electos por profesores, estudiantes y trabajadores. La triste experiencia de los años setenta en distintas universidades, al parecer, fue olvidada. No obstante, la contundente respuesta del rector Enrique Graue frenó, por lo pronto, el ensayo de “madruguete”. Expresó su “rechazo absoluto a ese intento de intromisión en la vida universitaria”, dijo que “esta iniciativa se suma a otras…en lo que parece constituir una escalada contra la autonomía”, e interpretó esa propuesta “como un intento de desestabilizar la vida universitaria”. Una tentativa por exacerbar la delicada situación por la que atraviesa la UNAM.
Autonomía y gobierno universitario son temas que tienen una larga historia. Aquí solo un esbozo como ayuda de memoria, porque la memoria debería ser un dique contra ocurrencias de todo tipo.
1929. Como se sabe, en aquel año, como respuesta a un movimiento estudiantil que no demandaba la autonomía, se otorgó la misma a la Universidad Nacional. Lo cierto, sin embargo, más allá de las celebraciones inerciales, es que en la propia ley existían reservas para que la institución se gobernara a sí misma. El Presidente de la República seguía teniendo injerencia en la Universidad: proponía una terna al Consejo Universitario para elegir al rector; podía designar, “con cargo a su presupuesto”, profesores extraordinarios y conferenciantes; tenía la posibilidad de vetar diversas resoluciones del Consejo Universitario y la Secretaría de Educación Pública designaba un delegado ante el Consejo Universitario “con voz informativa únicamente”. Es decir, el gobierno temía dejar en entera libertad a la Universidad.
Y la autonomía se entendía como sinónimo de privatización. Así lo decían dos de los considerandos de la ley: “que, no obstante, las relaciones que con el Estado ha de conservar la Universidad, ésta en su carácter de autónoma tendrá que ir convirtiéndose a medida que el tiempo pase, en una institución privada…”, aunque, “por lo pronto… tendrá que recibir un subsidio del gobierno federal…”.
1933. Una nueva reforma se inclinó de manera radical por convertir a la Universidad en una institución privada, como sinónimo de autónoma. Cesaba ciertamente la injerencia del gobierno en los asuntos de esa casa de estudios y era el Consejo Universitario el encargado de nombrar al rector, pero se estableció que “cubiertos los diez millones de pesos (que el gobierno le entregaría a la UAM) … la Universidad no recibirá más ayuda económica del gobierno federal”. Incluso a la Universidad se le borró de su denominación el adjetivo “Nacional”. Por supuesto, dio paso a una época de enormes penurias para la Universidad y de tensiones e inestabilidad reflejada en que de 1933 a 1944, en once años, contó con ocho rectores.
1944. La nueva Ley Orgánica, vigente hasta la fecha, conjugó lo que las anteriores no habían logrado: la facultad de la Universidad para gobernarse a sí misma y establecer, sin intrusiones externas, sus planes y programas de estudio, investigación y difusión de la cultura y la obligación estatal de financiarla, dado que se trataba y se trata de una “corporación pública”. No solamente volvió a ser “nacional”, con plena capacidad jurídica, sino que edificó una fórmula de gobierno que inyectó estabilidad. La novedad fue la Junta de Gobierno a la que se quería por encima de los vaivenes de la política. Pero lo más importante, dado el contexto actual: se trató de una ley diseñada en la propia institución. El anteproyecto fue delineado y al parecer redactado por el propio rector, Alfonso Caso, y discutido y aprobado por el Consejo Universitario en una larga sesión permanente celebrada entre el 30 de noviembre y el 18 de diciembre de 1944. Luego, el Congreso solamente hizo ajustes muy menores. (Eugenio Hurtado Márquez. La Universidad Autónoma 1929-1944. UNAM. 1976).
Profesor de la UNAM