Una potente ola de indignación, cargada de reivindicaciones civilizatorias recorre a México, y no solo a nuestro país. Se trata de un movimiento que está modificando valores y pautas de comportamiento que pueden generar y están generando una mejor convivencia. La movilización feminista ha puesto en el centro de la agenda pública un “ya basta” de violencia contra las mujeres, en sus muy diferentes modalidades, desde los maltratos y acosos hasta las violaciones y feminicidios.
Se trata de una larga y complicada historia que se puede remontar a la antigüedad, pero que en la época moderna va de las sufragistas a los feminismos que colocaron en la agenda la igualdad entre hombres y mujeres, la capacidad de decidir sobre su propio cuerpo, la centralidad de lo privado en el debate público, el trato laboral equitativo y la discriminación por motivos de género.
Es una ola montada en los impresionantes avances que el feminismo logró en el siglo XX, que hoy, en retrospectiva, pueden observarse como una plataforma que permite de manera natural transitar de la igualdad en la ley a la igualdad fáctica. Solo algunos indicadores de lo que quiero decir: en 1970 solo el 14 por ciento de la matrícula en educación superior correspondía a mujeres, mientras para el ciclo escolar 2018-19 representaban el 50.23 por ciento del total. En 1991 solo el 7.8% de las bancas del Senado las ocupaban mujeres y el 7.4% de la Cámara de Diputados. Hoy en ambas Cámaras del Congreso existe paridad. Y qué decir de los usos y costumbres sexuales. Si bien no en todas las franjas de la población y en todas las regiones, pero existe una libertad infinitamente mayor que hace cincuenta o treinta años (Bastaría asomarse a los modelos del cine. ¿Alguna mujer se identificaría hoy con el comportamiento de la abuelita del cine nacional, Sara García o con la actitud compungida de Libertad Lamarque? Mejor no contesten. Son procesos sociales, como se decía antes, “desiguales y combinados”).
Se trata de un movimiento que en el momento actual ha colocado un potente reclamo que (creo) nadie en su sano juicio podría negar. El hecho lacerante y demostrado de que en el seno de las propias familias se les exija sumisión y obediencia ciega, sería suficiente para legitimar las pretensiones feministas del momento. Pero si a ello sumamos la violencia que deriva en agravios, insultos, golpes, violaciones y hasta homicidios, la pertinencia de los reclamos no puede cuestionarse.
Se trata de una onda creciente que exige justicia y cese a la impunidad, pero que más allá (creo) está modificando pautas culturales arraigadas para substituirlas por renovados comportamientos y compromisos cargados de la premisa de la igualdad entre hombres y mujeres. Y ello tiene una enorme importancia. Es un reclamo que merece la atención y la respuesta positiva de las autoridades, pero que incluso sin su concurso, está, en los hechos, modificando procederes y cuadros valorativos. Y eso, me parece, resulta imparable. Es una onda expansiva que actúa por contagio, por emulación, y crea un espacio público menos tolerante a los abusos y agresiones contra las mujeres.
Por ello, resulta incomprensible la actitud y la retórica del presidente. Impermeable a esos refrescantes vientos, reacio a aprender de su entorno, considerándose a sí mismo como el único sujeto legitimado para decir lo que se vale y lo que no.