“Tu opinión vale tanto como la de cualquiera” es un slogan publicitario de una muy importante radiodifusora. Leído literalmente quiere decir exactamente lo contrario de lo que pretende: que tu opinión nada vale. O por lo menos que se equipara a la de varios millones de personas, lo cual quiere decir casi nada. La idea, sin embargo, es otra. Apuntalada por los dos grandes valores de la modernidad —igualdad y libertad— quiere indicar que todos tenemos derecho a emitir nuestra opinión y a hacerlo sin cortapisas, es decir, de manera libre.
¿Pero de verdad todas las opiniones valen lo mismo? Sabemos o por lo menos intuimos que no. No fue lo mismo lo que develó Luc Montagnier sobre el sida que las múltiples supercherías que por aquellos años se desataron. El primero, virólogo, descubrió el VIH mientras otros clamaban al cielo porque suponían que se trataba de un castigo divino contra los homosexuales. La mayoría lo hemos vivido de manera más cercana: ante un intenso dolor de barriga que no cesa uno le puede preguntar a la tía qué hacer o acudir con un médico. Cierto, en ocasiones la tía puede atinar, pero el conocimiento del médico y la pariente no son lo mismo.
Las redes han democratizado el universo de las opiniones. Todos tenemos derecho a manifestarnos en ellas y casi cualquiera tiene acceso a las mismas. Ello nos iguala. Podemos además expresarnos con —casi— entera libertad. Llegaron para quedarse, su expansión ha sido espectacular y son una palanca “participativa”. No hay exorcismo posible contra ellas. No obstante, un problema no menor, es que en esa vorágine suelen expresarse lo mismo opiniones fundadas que ocurrencias sin sustento; afirmaciones con evidencia y especulaciones delirantes. Lo vimos durante la etapa más aguda de la pandemia: mientras algunos médicos responsables e informados irradiaron conocimiento cierto y recomendaciones para protegernos; no faltaron los charlatanes que promovieron recetas caseras y tonterías de todo tipo. Sobra decir que el impacto de unos y otros no solo fue diferente, sino que en el caso de los audaces improvisados casi de seguro produjeron daños.
Creo que por la ley del menor esfuerzo nos hemos ido acostumbrando a la convivencia de paparruchas de toda índole con conocimientos certificados (hasta donde eso es posible), a invenciones sin sustento con certezas probadas. El alud de ocurrencias es de tal magnitud que una mal entendida tolerancia está contribuyendo a construir un espacio público sobrecargado de boberías, algunas incluso sin mala intención. Se ha instalado una resignación proporcional al tsunami de tonterías que nos rodea y abruma.
Hace veinte años Javier Cercas escribió: “Del mismo modo que la democracia no promueve la estupidez de que todos somos iguales, sino el prodigio de que todos lo seamos ante la ley, la tolerancia no acepta ese relativismo necio según el cual todas las opiniones son igualmente aceptables” (No callar. Tusquets. 2023). Ese enunciado que parece elemental, pero es fundamental, debe ser rescatado si no queremos acabar ahogados por el diluvio de necedades que se retroalimentan todos los días.
Se escribe fácil, pero creo que esa batalla difícilmente será ganada (por lo menos en el corto plazo). Despunta un mundo imbécil (empoderado) con nichos para el conocimiento especializado. Cada vez son más los jactanciosos que desde la ignorancia se atreven a pontificar sobre todo, y cada vez somos más los que nos acostumbramos a ello (algunos rechinando los dientes).