Hace 25 años Enrique Florescano ideó y coordinó un libro sobre los Mitos mexicanos. Eran textos breves encargados a muy diferentes autores y ahí aparecía El Caudillo, La Malinche, El Pueblo, El Macho, La Madre, El Ciudadano, El Charro, El Licenciado, La Diva y muchos más. A mí me invitó a escribir sobre El Tapado.

Una fórmula para resolver el problema de la sucesión presidencial que requirió de la construcción de un partido hegemónico (prácticamente sin competencia) y un presidente concentrador del poder. Este último no solo era visible y encarnaba la cúspide del Estado, sino que tenía la capacidad de remover la capucha al tapado y convertirlo en el ungido. El sucesor, por el contrario, se mantenía en una media luz y esperaba ser designado por el dedo del presidente. El “juego” era reducido y estaba excluida la sociedad. Era una disputa palaciega, opaca, refractaria al auténtico debate público, y por ello la picaresca popular acuñó dos nociones juguetonas, hasta cierto punto vengativas: el Dedazo a cargo del presidente y el Tapado, que sería descubierto cuando el mero-mero lo considerara oportuno.

Era un escenario casi monopartidista, sin competitividad, en el cual ganadores y perdedores estaban predeterminados. De hecho, el momento estelar de la sucesión era el destape, luego del cual se celebraban unas elecciones sin tensión ni sorpresa. Pero hace 25 años ya soplaban vientos de transformación. La diversidad política se abría paso, los comicios eran cada vez más peleados y las oposiciones ganaban alcaldías, algunas gubernaturas y estaban presentes en los congresos locales y en el federal. El partido oficial podía acudir al mismo método para designar a su candidato, pero cada vez resultaba menos probable que tuviese durante la campaña un día de campo, puesto que otras opciones podían derrotarlo. Todo indicaba que la época del Dedazo y el Tapado venturosamente estaban quedando como un vestigio del pasado. El pluralismo político se hacía presente y la voluntad presidencial, por más poderosa que fuera, no era la única en el teatro de la sucesión.

En los últimos años la designación de los diversos candidatos fue eso, un nombramiento avalado por un partido o coalición que estaba obligado a competir con otros, de tal suerte que el ritual del Tapado se fue apagando. No obstante, nuestro presidente, que mucho añora del pasado monopartidista y del hiper presidencialismo, ya nos avisó que aquel juego le gusta. Nos dijo: “Hay muchas mujeres y hombres para el relevo…Yo soy el destapador y mi corcholata favorita va a ser la del pueblo…”. Sin rubor, el dedazo de entonces es el destapador de hoy y el tapado se convierte en corcholata. Más allá del dudoso humor, llama la atención que el presidente siga pensándose a sí mismo como la voz del pueblo, como si éste se expresara a través de él, como si esa constelación heterogénea que es el pueblo pudiera tener un solo sentir y un solo candidato. Al presidente le atrae ese ritual cortesano porque él será el “destapador”.

¿Una vuelta al pasado? Si por él fuera, sí. Sin embargo, no existe más un partido hegemónico, tenemos auténticas elecciones y competidores genuinos, y está por verse que la disciplina de ayer cuando no había más que un partido capaz de ganar cargos públicos se renueve mañana cuando las opciones son varias. De lo que cada día hay menos dudas es que a nuestro presidente le encantaría un formato político como el de mediados del siglo pasado.

Profesor de la UNAM

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