En solidaridad con Ciro Gómez Leyva
He recordado con tristeza la doliente sabiduría del querido Carlos Pereyra. Decía que avanzamos por micras, luego de enormes esfuerzos, y retrocedemos en un día, con una mala decisión, kilómetros. Esa es la sensación que queda luego de las reformas que la maquinaria oficialista aprobó en materia electoral. Una paciente y concertada construcción institucional que modificó para bien la fórmula de organizar las elecciones está a punto de ser destruida de manera súbita. Sin conocimiento, sin evaluación, sin auténtico debate, sin atender las devastadoras derivaciones, una mayoría automática, subordinada de manera acrítica a la voluntad presidencial, pretende destazar al Instituto Nacional Electoral.
Lo hicieron de manera inercial, siguiendo las indicaciones de su amo, y sin contemplaciones para varias generaciones de políticos, legisladores, funcionarios públicos, académicos, periodistas y asociaciones civiles que pusieron su talento y esfuerzo al servicio de una causa superior: la que permite la competencia y convivencia civilizada de la diversidad política.
Actuaron como si fueran unos tablajeros locos o drogados o improvisados, que empiezan a dar hachazos a una res, dejándola destazada e inservible. No escucharon a los funcionarios o trabajadores del INE, no quisieron leer lo que instituciones internacionales han manifestado en torno al sistema electoral mexicano, no se tomaron la molestia de estudiar la materia sobre la cual estaban decidiendo, de un plumazo borraron una historia productiva y han hecho que el país eventualmente tenga que reconstruir lo por ellos destrozado.
Sin entender la lógica de la estructura organizativa del Instituto, que sigue la división política-administrativa en materia electoral, desaparecen a las juntas distritales; sin valorar lo que significa un servicio civil de carrera se eliminan la mayoría de las plazas que integran esa columna vertebral del INE; sin ponderar la necesidad y eficiencia de la doble estructura del Instituto (órganos de dirección y órganos ejecutivos), se cancelan los segundos y fusionan facultades que impactarán las tareas sustantivas; como si no existieran derechos laborales se dictamina el despido de funcionarios que han cumplido, y con creces, su misión; se fusionan dependencias sin ton ni son como la dirección de administración y la del servicio profesional electoral o la de organización con la de capacitación; y se vulneran preceptos constitucionales como si fueran optativos. Un desastre que solo desde la ignorancia o el cinismo puede minusvaluarse.
No se trata de una contrarreforma más. Es el punto de llegada de una tendencia autoritaria en curso que, si en su momento no es frenada por la Corte (o de milagro por el Senado), significará quizá el fin del breve periodo democrático que vivió nuestro país. Una pandilla que se siente dueña de México, que desprecia a todos aquellos que no comparten sus pasiones, se atrevió finalmente a desfigurar una institución estratégica porque la misma no se alineó a la voluntad del Sultán. Sin noción de las dimensiones de la destrucción, el símil que se me ocurre es el del médico que para remover una molesta espina del dedo resuelve cercenar la mano. Un cirujano furioso que opta, como Atila, porque donde él y su caballo pasen no vuelva a crecer el pasto.
Nota aparte: deben cesar las agresiones verbales del presidente contra los periodistas… y no solo contra ellos.
Profesor de la UNAM