José Woldenberg

Surtidor de memoria

El adulto observa a su familia y su ciudad con una mezcla de añoranza e ironía

Articulista José Woldenberg. Foto: EL UNIVERSAL
05/09/2023 |03:31
José Woldenberg
autor de OpiniónVer perfil

Vívidas estampas autobiográficas, una ciudad en constante transformación, una familia nómada en el Distrito Federal y sus relaciones de aprecio (amor) y resentimiento, los lejanos años sesenta e inicios de los setenta, un país poliédrico que en alguna medida se esfumó; pero sobre todo una reflexión sobre la potencia, límites y marcas de la memoria, es lo que aparece en el más reciente libro de Rafael Pérez Gay, Todo lo de cristal (Seix Barral. México. 2023).

La memoria siempre personal, exclusiva, intransferible, nos modela, nos hace individuos únicos. Somos, a fin de cuentas, nuestra memoria. Nos constriñe, protege, forma. No podemos escapar de ella, aunque asumamos que es selectiva, esquiva, vaporosa. Sin ella, seríamos nada.

Eso lo sabe Rafael Pérez Gay y lo explota para construir un relato nostálgico del niño borroso que lo acompaña. Se trata de un tiempo y un hábitat idos, desaparecidos lentamente por las mutaciones que sufren edificios, avenidas, parques, pero sobre todo porque el clima anímico entre el ayer y hoy es brutalmente distinto. “Los años no pasan en balde” dice la conseja popular. Y en efecto, el fluir de los años transforma no solo al entorno sino a las personas.

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La memoria necesita de apuntalamientos. No es materia consolidada e inmutable. Pérez Gay acude a la hemeroteca y sus tesoros, los periódicos de entonces, y encuentra un alud de referencias al pasado que encadenadas producen otro mundo, perdido, sí, pero palpitante en el recuerdo (“los periódicos son máquinas del tiempo”). También transita por los senderos y avenidas de su ciudad para constatar lo que permanece y lo que ha desparecido o ha sido remodelado. El espacio físico es un asidero cambiante que guarda las huellas del ayer y traza los puentes con el presente. Ambos recursos son, para quien sabe explotarlos, surtidores de evocaciones nostálgicas y reveladoras.

El adulto observa al niño que fue, a su familia, sus trasiegos y su ciudad, con una mezcla de añoranza, asombro, cariño e ironía. Ello le permite una distancia por momentos compasiva, por momentos crítica y hasta devastadora, e incluso amorosa (como cuándo la madre, “rumbo a sus noventa”, le pregunta al narrador si no cree en nada, y él le responde: -“Sí, creo en ti”).

El libro es, dice Rafael Pérez Gay, “un museo íntimo” de una zona inabarcable (el pasado). Por más esfuerzos que se hagan solo se recuperan retazos. Conviven en él programas de televisión, partidos de futbol, cantantes, políticos hoy eclipsados, boxeadores, vedettes, junto con carencias, esperanzas, ambiciones, jornadas de iniciación. Es un gran baúl que atesora la vida subjetiva y por ello mismo querendona y por momentos afligida.

Tengo la impresión que el libro fue pensado y realizado con decantado placer. El placer de escudriñar y recuperar aquello que se fue de manera definitiva y solo se mantiene en el recuerdo. Y genera placer al leerlo (creo que sobre todo en personas de nuestra generación), porque un buen número de episodios refrescan la memoria, a estas alturas erosionada por el enemigo más implacable: el tiempo.

“El pasado ya no existe” suele decirse y con razón. Pero volver a él (me) deja un sabor áspero: no solo han sido masacrados espacios, inmuebles, calles, amigos, relaciones, “usos y costumbres”, modas y modismos, sino también sueños y esperanzas y compañeros de viaje, y, sin ellos, todo adquiere un sabor más amargo y una tonalidad más gris. “Todo se seca”.

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