El espíritu refundador que alimenta la llamada reforma al Poder Judicial ya ha sido probado en otros campos con resultados lamentables. De un plumazo se borró al Seguro Popular para substituirlo por el Insabi (que poco después tuvo que ser borrado); la experiencia en la confección de libros para primaria fue omitida y los nuevos contenidos tienen un déficit en materias tan relevantes como las matemáticas y el español que llama a espanto. No son los únicos ejemplos, pero el afán por empezar de cero parece encontrarse intacto en la presidencia de la República.
El espíritu refundador se alimenta de prejuicios (no de conocimientos) y genera slogans y proclamas incapaces de incorporar matices. Pone a circular apreciaciones gruesas y contundentes que impiden entender, analizar y reformar el asunto en cuestión. Desata la soberbia de la ignorancia y el orgullo del número, de ser mayoría.
En el caso de la mal llamada reforma al Poder Judicial al diagnóstico simplista y prejuiciado hay que sumar las ganas de venganza del presidente al que no le gusta la división de poderes ni la independencia en relación con el Ejecutivo (que expresa —según él y sus acólitos— los deseos de un pueblo unificado).
En el proyecto de reforma constitucional se trata de alinear y subordinar al Poder Judicial al tiempo que se le debilita. Para lo primero se propone elegir a jueces, magistrados y ministros de tal suerte que los candidatos tendrán que buscar apoyos en las fuerzas políticas si quieren triunfar. Por si ello fuera poco, los candidatos a ministros serán propuestos por los poderes de la Unión y no será extraño que los del presidente sean electos. Además, la Corte dejará de ser un auténtico tribunal constitucional porque no podrá declarar inconstitucional una ley aprobada por el Congreso. Como lo escribió el ministro Pérez Dayán: “prohibir la suspensión de normas generales en acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales significa admitir la posible violación a derechos humanos de modo irreversible”.
Y como ya es rutina, el procedimiento para hacer avanzar la propuesta presidencial no deja de ser atropellado. Las Cámaras que ya se habían despedido han iniciado consultas para que sus comisiones dictaminen la reforma, pero como no tienen los votos suficientes, pretenden que el Congreso que se instala el 1 de septiembre vote lo que ellos resuelvan. No solo es una falta de respeto a los legisladores entrantes que deberían ser los que analizaran, discutieran, dictaminaran y eventualmente aprobaran la reforma, sino una auténtica humillación que convertirá a los nuevos en simples “levanta dedos”.
Hay que apuntar, sin embargo, que en contra de lo que se ha proclamado la coalición legislativa, que encabeza Morena, no tendrá en principio las dos terceras partes de los votos en ambas Cámaras. En la de diputados, Morena-PT y PVEM obtuvieron el 54.6% de los votos, y una vez descontados los nulos, por candidatos no registrados y los del PRD, tendrá entre el 58 y 59%. Si se hace una correcta lectura del precepto constitucional que no permite una sobrerrepresentación mayor del 8%, entonces esa coalición tendrá un poco más o un poco menos del 66.6% de los representantes. Claro, si la lectura es la que hizo la Secretaría de Gobernación logrará sobrada la mayoría calificada. Pero en la de Senadores no alcanzará, por poco, la mayoría calificada por lo que habrá que estar muy atento a la actuación de los senadores de los partidos opositores (PRI, PAN, PRD y MC).