Sin señas particulares (2020) es una película de Fernanda Valadez, con guion de ella misma y Astrid Rondero. Se estrenará muy pronto en los cines del país y recrea el largo, tortuoso y yermo recorrido de una madre (Mercedes Hernández) en busca de su hijo desaparecido. El joven, junto con un amigo, abandonan Guanajuato para alcanzar la tierra prometida, Estados Unidos.

Sabremos, gracias a las pesquisas de la madre, que el amigo fue asesinado y que la mochila de su hijo apareció. El resto es una exploración por las tierras impactadas y/o dominadas por poderosos grupos delincuenciales. Tierras en las cuales las desapariciones, individuales o colectivas, se han convertido en una rutina asfixiante. Se trata de un páramo en el que el miedo envuelve como una aureola las relaciones sociales; un espacio para sobrevivir en un mundo que ha dejado de ser el de ayer, para volverse una variedad del infierno en la tierra, en el cual ese conjunto de instituciones supuestamente protectoras al que llamamos Estado, parece haber eclipsado.

Lo hipnótico de la película es el tono contenido, los diálogos parcos pero expresivos, los silencios elocuentes. El ritmo es lento, pausado, cargado de tensión y una famélica esperanza. Los escenarios son los de la vida precaria en el norte, las inmensas extensiones y las zonas que han sido expropiadas a sus habitantes originales para convertirlas en territorios ocupados por el crimen.

Una triste realidad que medio conocemos por reportajes y estudios, pero que en el film adquiere una contundencia poco habitual por la profunda desolación que acompaña a los principales personajes. Las ilusiones quebradas de quienes migran, las añoranzas y dilemas de los que se quedan, las solidaridades subterráneas y las situaciones sin salida arman una tragedia clásica. En el ambiente flotan autorecriminaciones de aquellos que no supieron retener a los fugados, pero no logran abrirse paso del todo porque también saben que en el terruño el porvenir ofrece poco o nada.

Estamos frente a un recorrido solitario que circula por agencias estatales rutinarias, albergues para los peregrinos, paisajes naturales deshabitados y zonas que escapan del control y las reglas que virtualmente deberían tener vigencia a lo largo y ancho del territorio nacional. Es un mundo paralelo en el que la indefensión, la derrota vital y el recelo han echado raíces. Un mundo que muchos han abandonado y en el que otros han quedado atrapados. El mejor consejo que se puede recibir es “váyase”, “huya de aquí” … si es que tiene a donde ir.

Hay un eficiente complemento a la historia central. La de un joven migrante indocumentado (David Illescas) deportado que intenta y logra volver, luego de cinco años, a la casa materna. Un caserío pobre en medio de la nada. Solo para constatar que, si ayer esas tierras eran un baldío estéril, ahora son un abismo de terror sin fondo.

No ofrezco el desenlace no sólo porque a muchos no les gusta conocerlo, sino porque en este caso es una violenta vuelta de tuerca que agrega brutalidad a la brutalidad y una sensación de opresión acrecentada al constatar que cualquier escapatoria resulta ilusoria. Hay opciones por supuesto. No obstante, ninguna de ellas parece prometedora. Se trata de un laberinto siniestro sin evasión virtuosa posible. Un recordatorio lúcido, comprensivo y cruel de que algo muy profundo está corroyendo los puntales de eso que todavía llamamos nuestra convivencia.

Profesor de la UNAM