La revocación de mandato es una mala idea. Se enuncia de una manera incontrovertible: “quien pone debe tener la facultad de remover” y está envuelta en el aura luminosa de los mecanismos de democracia directa. Pero una medida de esa naturaleza no puede evaluarse más que en el contexto en que se explotará. Y en México puede resultar un potente resorte para el fomento de la inestabilidad y la incertidumbre. Vivimos en multipartidismo y cierta fragmentación que ha hecho que los titulares de los poderes ejecutivos (presidentes y gobernadores), en muchos casos, hayan arribado a sus cargos con votaciones de mayoría relativa, es decir que las oposiciones divididas lograron más adhesiones que los ganadores. Ello quiere decir que desde el primer día de su gestión —legítima y legal según nuestra Constitución— contaban con un apoyo comicial menor que el del resto de las opciones sumadas que se encontraban en la boleta. En esos escenarios, las oposiciones (cambiantes) quizá vuelquen sus principales esfuerzos a lograr que el titular del ejecutivo no logre concluir su periodo. Un incentivo perverso como hoy está de moda decir.
Existe una vieja y sabia conseja que manda que no se debe legislar ad hominem y menos de manera retroactiva. No importó tampoco, pues se está haciendo costumbre que la voluntad del presidente sea suficiente. Hay que decirlo: al presidente lo elegimos para que lo fuera por un periodo de cinco años diez meses. Esas fueron las reglas y no se deben modificar con efectos retroactivos. Así como Jaime Bonilla, en Baja California, no pudo alargar el lapso de su periodo como gobernador después de que fue electo, tampoco el presidente y el Congreso debieron modificar los términos de su elección ex post. Esas normas pensadas para el usufructo de una persona suelen no atender las consecuencias malignas que pueden acarrear.
Pero la revocación de mandato ya está en la Constitución. Ni modo. Y al parecer, a nuestro presidente, que le gusta tanto alinear a la nación en un juego de suma cero: “conmigo o contra mí”, se le hace agua la boca por explotar el recurso para forjar una nueva y más potente polarización. Que no hay ley reglamentaria, pues apúrenle para aprobar una. Total, un país de cerca de 130 millones de personas debe estar atento y sumiso ante la voluntad presidencial.
Ahora bien, la Constitución establece que la eventual revocación se activa por voluntad de los ciudadanos no por el deseo del Ejecutivo. Y se requiere de la anuencia del 3% de inscritos en la lista nominal de electores. Es decir, alrededor de 2 millones 800 mil firmas, que tendrán que ser validadas por el INE. Es decir, no basta con la voluntad del presidente, porque el mecanismo está pensado para casos en los cuales existe un clamor extendido en contra del titular del Ejecutivo. Y lo paradójico del caso es que ninguno de los partidos opositores ha puesto sobre la mesa esa exigencia, por el contrario, los impulsores de la famosa revocación son el presidente y sus seguidores. Insisto: un expediente disruptivo, polarizador, diseñado para una persona, mientras los problemas del país se acumulan sin respuestas eficientes por parte del gobierno.
Se requerirá además de la participación de por lo menos el 40% de la lista para que el resultado sea vinculante, y si ganara la revocación, en los 30 días siguientes el Congreso nombraría a quien deba concluir el periodo. Caray, ¿estamos condenados a vivir atrapados por ocurrencias?