Más de diez millones de personas, según cifras oficiales, acudieron entre el 11 y 12 de diciembre a la Basílica de Guadalupe. Una muestra de fervor religioso innegable que se repite año con año. ¿No resulta una contradicción vivir en una sociedad profundamente religiosa y un Estado laico?
Mis respuestas intentan fundamentar la necesidad no solamente de mantener sino de fortalecer los pilares de la laicidad del Estado.
1. En México coexisten diferentes religiones. La preponderante es la católica, pero millones de personas se adscriben a otros cultos (cristianos, protestantes, pentecostales, mormones, bautistas, judíos, luteranos, etc.). Esa diversidad puede reproducirse y convivir en términos civilizados gracias a que el Estado no encabeza ni fomenta ningún credo religioso ni anatemiza a ninguno. Se trata de un Estado aconfesional. Que se sitúa por encima de todas las religiones y es capaz de distinguir y trazar una línea divisoria entre los asuntos de la fe y los de la política en su sentido más amplio. En contraste con los estados teocráticos, esa escisión de los campos crea las condiciones para no sobrecargar la tensa vida política de las contradicciones que emergen del mundo de los diferentes credos. No siempre fue así. La Constitución de 1824 establecía que “la religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. La tolerancia en materia religiosa ha sido una construcción civilizatoria y quien mejor salvaguarda la misma es el Estado laico.
2. La nuestra es una sociedad secularizada. Ello supone amplios márgenes de autonomía de las personas en relación a los mandatos de las iglesias. Un buen número de los dictados religiosos significan muy poco para millones de ciudadanos. ¿Cuántas mujeres creyentes, por ejemplo, utilizan métodos anticonceptivos? ¿Cuántas de ellas han recurrido a la interrupción de su embarazo? La secularización es un dilatado y lento proceso que expresa el alejamiento de los preceptos tradicionales de matriz religiosa y la capacidad de asumir códigos de comportamiento distintos impactados por los avances de la ciencia, la educación y el ejercicio de la libertad. Y como fruto y vigilante de ese proceso el Estado laico es imprescindible.
3. Existen una serie de campos del quehacer humano en los que las religiones no solamente resultan innecesarias, sino que se convierten en obstáculos para su desarrollo. En educación, ciencia, artes, en las deliberaciones de diversos asuntos públicos han sido un dique contra las argumentaciones racionales, la libertad de expresión y la libertad de indagación. Escindir entonces esos campos, es una condición para el progreso del conocimiento, la recreación de las artes y para que los debates sobre la vida en común puedan tener un sustento ilustrado y no dogmático. Y quien mejor puede garantizar esas condiciones es, de nuevo, el Estado laico.
4. Pero algo más: la mayoría de los mexicanos —creyentes y no— al parecer hemos llegado a la conclusión que es conveniente mantener “las cosas en su lugar”. Por ejemplo, a pregunta expresa, la mayoría respondió que en la escuela pública no deberían impartirse cursos de religión, o ante el planteamiento “Cuando usted piensa que tiene la razón, ¿está o no está dispuesto a ir en contra de lo que dicta su iglesia o su religión?”, 35.6% dijo estar dispuesto y 31.5% “depende”, lo que indica que la mayoría confía más en su criterio que en el dictado de su respectiva iglesia (Salazar, Barrera, Espino. Encuesta Nacional de religión, secularización y laicidad. UNAM. 2015).
El Estado laico entonces es necesario para reforzar la coexistencia de la pluralidad de religiones; apuntalar el proceso secularizador; forjar un piso firme para el desarrollo de las ciencias, las artes, la educación y un debate público informado y racional; y porque la mayoría de los mexicanos comprendemos las virtudes que conlleva el separar de manera radical la fe de los asuntos públicos.
Profesor de la UNAM