En su discurso en el Zócalo, la presidenta Claudia Sheinbaum volvió a hablar de una reforma electoral. Espero que no insista en suprimir a diputados y senadores plurinominales y a los senadores de la primera minoría, lo cual significa premiar en exceso a la mayoría y castigar a las minorías de manera escandalosa; aunque insistió en la preocupante propuesta de elegir por voto universal a consejeros y magistrados electorales, lo cual los alinearía con alguna fuerza política. Pero por lo pronto, solo dos notas sobre el tema.

1. Después de la experiencia que acabamos de vivir en materia de traducción de votos en escaños en la Cámara de Diputados, el primer punto de una eventual reforma debería ser ese. Recuperar el aliento de la izquierda democrática que a lo largo de las décadas planteó la necesidad de que entre el porcentaje de votos y el de diputaciones existiera una correspondencia lo más exacta posible.

La forma en que las autoridades electorales ¿leyeron? los preceptos constitucionales, nos llevaron a la sobrerrepresentación más impúdica en más de 70 años. Desde 1952 la desproporción entre votos y escaños no había sido de la magnitud de la actual. Y ya se sabe o debería saberse que en el centro de la idea de representación palpita la noción de que cada fuerza política debe tener una presencia en el órgano legislativo que se corresponda con las adhesiones ciudadanas que haya logrado en las urnas.

Pues bien, sería relativamente sencillo lograr lo que las fuerzas democráticas han planteado durante décadas: en la Cámara de Diputados establecer en la Constitución que el reparto de los plurinominales se llevará a cabo para hacer que entre porcentaje de votos y de representantes exista una correspondencia exacta. Y en Senadores elegir cuatro por entidad y repartirlos con un criterio de representación proporcional y resto mayor.

2. El método. Las diferencias políticas e ideológicas que existen en la sociedad no pueden ni deben ser exorcizadas y solo desde una visión profundamente primitiva se puede pensar que existe un solo credo y diagnóstico correctos y que el resto son espurios. Estamos obligados a vivir en y con pluralidad de corrientes, y el único régimen que permite la reproducción y contienda de la diversidad en términos más o menos civilizados es el democrático. Y dentro de él, las elecciones juegan un papel fundamental. No es un método cualquiera.

Gracias a elecciones auténticas la diversidad política puede coexistir y competir de manera pacífica e institucional. Y las reglas e instituciones son cruciales para lograr ese objetivo. En las últimas reformas (1994, 1996, 2007 y 2014) se buscó y logró que esas normas fueran acordadas por todos de tal suerte que el punto de partida de las contiendas electorales fuera aceptado por los diferentes partidos.

Lograr el acuerdo en las reglas del “juego” electoral debería ser uno de los objetivos centrales de la eventual reforma. Y eso se logra con diálogo y negociación, escuchando y evaluando las diferentes preocupaciones e iniciativas de la diversidad política. En el pasado fue posible, y no sé por qué hoy no lo sería, salvo por el resorte bien aceitado de la mayoría que cree tener la razón en un puño y trata a sus adversarios políticos como si fueran ilegítimos.

Pero una reforma electoral que no cuente con el aval de quienes van a competir bajo sus reglas, sería el anuncio de conflictos sin fin, en el área que supuestamente es diseñada para inyectar confianza y legitimidad.

Profesor de la UNAM

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