En uno de sus libros menos logrados, H. M. Enzensberger inventó a un señor Z que cada tarde pontificaba en el parque. Un hombre sereno, que planteaba “las preocupaciones con aplomo” y dispuesto a hablar del mar y los pescaditos, es decir, de todo, lo mayúsculo y lo minúsculo, sin jerarquía alguna. (Reflexiones del señor Z. Traducción de Francesc Rovira. Anagrama. 2015). El lector entenderá por qué me acordé de él.
El mentado señor Z afirmaba “que la naturaleza tiene poco aprecio por la justicia social… La capacidad de aprendizaje está distribuida de forma desigual… Hay personas que no encuentran dificultad para verificar sus ideas y profundizar en sus conocimientos; algunos incluso lo hacen con sumo gusto”. Ponía varios ejemplos y señalaba el del científico que, si es sensato, “tiene que poder admitir el error que ha cometido en el laboratorio”.
“Por desgracia —se lamentaba— esta clase de dones sólo se dan en los individuos. Los colectivos, por el contrario, son muy reacios a aprender”. Digo yo: el cemento que los une, sus ideas y convicciones, por no hablar de sus intereses y ambiciones, es difícil de remover. Son un colectivo por eso y rectificar puede quebrar la cohesión y el que empieza a dudar fácilmente se convierte en hereje. Su ejemplo eriza la piel: “Una guerra mundial no bastó para persuadir a los alemanes de que codiciar la hegemonía mundial no era una idea demasiada brillante. Tuvo que convencerlos una segunda guerra mundial, que aun así prolongaron, con las consabidas consecuencias, hasta el último mocoso reclutado para el Volkssturm” (el intento desesperado que alistó a todo varón que pudiera empuñar un arma). Y no es un caso aislado. El Partido Comunista de la Unión Soviética o los seguidores de Napoleón son otras muestras de “colectivos que permanecieron incorregibles hasta su hundimiento”.
No admitir errores, seguir en lo que ha mostrado que no funciona, obstinarse en ideas fijas, lleva a un “desastre completo”. Ya lo decía Hirschman, si los colectivos no tienen alarmas, sea porque la voz es reprimida o porque la salida es imposible o ignorada, no hay manera de corregir el rumbo y la ruina espera a la vuelta de la esquina.
El señor Z iba más allá. Recurría a una fórmula en inglés que decía no querer traducir al alemán: “To paint yourself into a corner”, se trata de los pintores que luego de largas jornadas de trabajo se percatan que después de colorear casi todo han quedado arrinconados en una esquina “y no pueden salir sin destruir su propia obra”. Por supuesto hay formas de escapar pagando algún costo, pisando parte de lo pintado, por ejemplo. El señor Z cree que un individuo haría eso, pero a un colectivo le sería más difícil porque él mismo se colocó entre la espada y la pared. “No hay vuelta atrás sin costes elevados… Seguirá adelante hasta que todo termine hecho añicos… De este modo, creen poder salvar lo que le es más preciado: el prestigio, que confunde con su honor”. Ya lo decía Carl von Clausewitz, “la retirada es la más difícil de todas las operaciones”.
El pequeño auditorio que escuchaba al señor Z se rebeló. Ahora resultaba que el entendimiento de los autócratas (individuos) era superior al de la colectividad. Z tuvo que aceptar que había exagerado y se dio por vencido. No obstante, es posible —digo yo— que un individuo (jefe) y su colectivo se retroalimenten y juntos se metan a un callejón sin salida. ¿En esas estamos? ¿podrán y querrán rectificar?, ¿o no hay escape del desastre?
Profesor de la UNAM
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