Grigory Potemkin fue ministro y amante de la emperatriz rusa Catalina II. Fue también ingenioso, pícaro y marrullero. Cuando Rusia consumó la anexión de Crimea, Potemkin fue nombrado su gobernador. Cuenta la leyenda (para algunos, historia) que cuando Catalina y su corte visitaron los nuevos territorios, en 1787, Potemkin estableció “aldeas móviles” en las orillas del río Dnieper, para impresionar a los visitantes. “Tan pronto como llegaba la barcaza que transportaba a la Emperatriz y los embajadores, los hombres de Potemkin, vestidos como campesinos, poblaban la aldea. Una vez que la barcaza partía, el pueblo era desmontado y luego reconstruido río abajo durante la noche”. (Toda la información y las transcripciones de esta nota están tomadas de la voz “Pueblo Potemkin” de Wikipedia).
Se trataba de fachadas para fingir lo que no existía, una inyección de ánimo artificial que al parecer engatusó a los viajeros. Si la realidad resultaba ominosa valía la pena maquillarla y construir una realidad alternativa… aunque fuera solo por unos momentos. Un recurso cínico (otros dirán, astuto) para irradiar una imagen más benévola que la de la triste y descarapelada situación.
El método entonces no es nuevo y ha generado una cauda de descendientes. Produce satisfacción instantánea y nunca faltan los crédulos que creen lo que quieren creer. Se trata de que los convocados miren en una dirección y no en otras (feúchas, aciagas, impresentables), que se reconforten, aunque sea con una ficción.
Se sabe que los invitados y turistas a la URSS no podían moverse libremente y menos aún en los años treinta (durante la hambruna y la gran oleada represiva), pero no faltaron los compañeros de viaje que llevados a lugares escogidos pudieron “documentar” no solo los “avances productivos” sino la felicidad exultante del pueblo.
Los nazis al parecer emularon a los soviéticos. Durante la Segunda Guerra Mundial, el campo de concentración Theresienstadt fue diseñado para que una comitiva de la Cruz Roja Internacional lo visitara. Ese campo, que fue una estación de paso hacia Auschwitz-Birkenau, resultó, por un momento, una puesta en escena para engañar a eso que solemos llamar la opinión pública internacional.
La fórmula se ha multiplicado. En ocasiones muy deslavada, casi como caricatura. Hugo Chávez instruyó que en la ruta que iban a seguir destacados visitantes extranjeros, aparecieran trabajadores pintando calles y tapando baches. Durante la Cumbre del G8, celebrada en Irlanda del Norte, en julio de 2013, “se colocaron fotografías de gran tamaño en los escaparates de las tiendas cerradas para dar la apariencia de negocios prósperos”. Y entre nosotros, fue casi rutinario que por donde pasaban los presidentes las calles aparecieran relucientes y los pueblos acicalados. Total, si la realidad es adversa, un poco de colorete no está de más, imagino que piensan los promotores de la fórmula Potemkin.
Pero no necesariamente tiene por qué ser un recurso de los gobiernos. “En 1998, la empresa de servicios energéticos Enron construyó y mantuvo un espacio comercial falso en el sexto piso de su sede en el centro de Houston. El piso de negociación se utilizó para impresionar a los analistas de Wall Street que asistieron a la reunión anual de accionistas de Enron”.
Pues bien, México ya tiene, por lo pronto, una refinería Potemkin. Bienvenidos todos a la “ingeniosa” práctica de dar gato por liebre.
Profesor de la UNAM
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