En los muy lejanos años 70 vi la película Rashomon, de Akira Kurosawa. Para entonces era un film de culto. Si mal no recuerdo trataba del asesinato de un samurái y la violación de su mujer y el episodio era reconstruido con los testimonios de los participantes y de algunos testigos. Recordaba aquel adagio de que “nada es verdad ni mentira, sino todo es según del cristal con que se mira”. Cada vez que entre un grupo de amigos teníamos apreciaciones diversas ante un hecho, dicho o acontecimiento, decíamos “Rashomon” y cerrábamos la discusión. Resultaba transparente que una cosa son los hechos y otras las opiniones y que las segundas pueden o intentan modelar a los primeros hasta extremos inimaginables.
Ese recuerdo fue activado no por el debate entre los candidatos a la Presidencia, sino por el llamado post debate. Un alud de comentarios vibrantes, expresivos, contradictorios, vehementes que (me) dejaron la sensación de que cada quien es dueño de su percepción y que la misma poco (y en el extremo, nada) tiene que ver con lo sucedido en el enfrentamiento entre los aspirantes. Pero eso sí, es posible observar algunos comportamientos típicos que a continuación intento esbozar.
Los groupies. Son aquellos seguidores fascinados con alguna persona o grupo al que le atribuyen todas las virtudes habidas y por haber. El término se acuñó para los fans de grupos de rock ante los que se rendían de forma incondicional. Son los admiradores que declinan cualquier capacidad crítica porque dirigen a su objeto de culto la pasión casi religiosa que los posee. Alguien hablaría de una proyección de deseos hacia una figura idolatrada, pero para no exagerar son aquellos que independientemente de lo que pasó en el debate, palpitaron con la superioridad incontrovertible de su favorito. Si hiciéramos una analogía barata, son los fanáticos de algún equipo de futbol que jamás ven una falta de su equipo y claman al cielo por ultrajas inexistentes de los adversarios.
Los propagandistas. Carecen del candor y la convicción de los anteriores, pero son capaces de defender con todo y sin medida a su respectivo candidato. Su misión es llevar agua al molino de su predilecto y lo hacen de manera sistemática y rotunda. Son capaces de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Asumen su labor con denuedo, algunos con ahínco y otros con fuertes dosis de cinismo, pero no pierden de vista su tarea: embarnecer y maquillar a su preferido y disminuir y vapulear a sus contrarios.
Los anteriores son fáciles de ubicar porque no disimulan sus preferencias, por el contrario, las despliegan y las vuelven toque de orgullo. Los más complejos e interesantes (para mí), son los que nunca han asimilado las lecciones de películas como Rashomon. Los que piensan (en serio) que su percepción es La Percepción y por ello pontifican como si hablaran de verdades puras e irrebatibles; los que no han asimilado el abc de la vida en sociedad, es decir, que, ante un mismo hecho, aparecen, de manera natural diferentes juicios y prejuicios filtrados por códigos valorativos y esperanzas diversas y contradictorias. Los que hablan o escriben como si todos observáramos de la misma manera.
Y por supuesto no pueden faltar los que prefieren centrar sus baterías en los árbitros: que si el formato es rígido, que si el tiempo no se contó bien, que si la producción resultó chafa. Es un recurso recurrente: el del fanático para el que su equipo solo pierde por las triquiñuelas de los árbitros.