Es relativamente sencillo identificar el temperamento autoritario: quiere impedir que exista todo aquello que no se parece a él o a su imagen de lo que debe ser la vida. Pretende imponer a otros sus convicciones y no tolera siquiera la diversidad de opiniones. Por ello tiene bien aceitado el resorte prohibicionista. En las antípodas se encuentran aquellos que como un eco repiten la conseja sesentaiochera rebelde, exitosa y bobalicona: “prohibido prohibir”, como si fuera posible.

No existe sociedad sin prohibiciones que lo son —en teoría— para hacer posible una mejor convivencia. Hay otras prohibiciones que se encuentran en litigio y muchas más que lo fueron y dejaron de ser. De tal suerte que cuando hablamos de prohibiciones el criterio para evaluar su pertinencia debe ser el de sus efectos sociales: si contribuyen o no a hacer más armónica nuestra vida en común y a ampliar el margen de libertades de los individuos.

Todas las prohibiciones tienen un sentido prescriptivo (lo que no se debe hacer), porque sí se pueden hacer. De tal suerte que el criterio de que la prohibición puede ser transgredida no nos dice mucho, porque todas ellas existen precisamente para intentar cerrarle el paso a conductas que se consideran nocivas, antisociales.

Tenemos normas de diferente alcance que parecen generar un amplio consenso y que nadie en su sano juicio pretende remover: no matar, no robar, no copiar en los exámenes, no plagiar y sígale usted, que no es difícil integrar una larga lista. Algunas de esas conductas producen un mal tan evidente y rotundo (matar, robar) que ninguna sociedad las legitima y por el contrario intenta frenarlas para que la vida no sea un infierno. Otras son específicas, pero sin ellas la actividad que intentan regular se distorsiona a tal grado que sería irreconocible. No copiar al compañero en un examen tiene sentido porque lo que se quiere evaluar es el conocimiento del examinado, y no plagiar porque se trata de una apropiación fullera del trabajo de otro.

Pero hay prohibiciones que lo fueron y hoy ya no existen. Durante décadas, por ejemplo, el divorcio no estuvo permitido en infinidad de países. Hasta que la fuerza de las cosas, las evidencias múltiples de que dos personas no pueden ser obligadas a mantener una relación contra su voluntad, se impuso. Algo similar sucedía y sucede con los matrimonios entre personas del mismo sexo. Esa prohibición se ha venido removiendo en muchos países con lo que no solamente se legitiman legalmente esas uniones, sino que el estigma, el acoso y los maltratos contra los homosexuales empiezan a ser conductas mal vistas, descalificadas.

El consumo de drogas y el aborto han sido prohibidos por décadas. ¿Es necesario repetir la secuela de violencia y destrucción que ha traído consigo la prohibición en el consumo de drogas? ¿No sería mejor permitirlo y convertir en un problema de salud lo que hoy es un desafío policíaco imposible? ¿Y no sería conveniente generar una legislación nacional que acepte el aborto durante las primeras semanas de gestación para que ese recurso, al que acuden miles de mujeres, pueda practicarse en las mejores condiciones de salud?

Porque, insisto, a las prohibiciones hay que valorarlas por sus derivaciones sociales. Claro, si de lo que se trata es de construir una coexistencia más o menos cordial en la que se garanticen al máximo las libertades individuales que no afecten a terceros.



Profesor de la UNAM.