“Por el bien de todos, primero los pobres”, es una magnífica consigna. Más aún en un país tan desigual como México. ¿Quién, por lo menos retóricamente, podría estar en contra? Es como cuando alguien postula “necesitamos educación de calidad para todos, salud universal y gratuita, vivienda digna”. Objetivos, sin duda, loables que pueden generar un consenso discursivo, pero para lograrlos se requieren algo más que buenas intenciones. Se necesitan políticas específicas fruto del conocimiento y acciones programadas y consistentes.
Todos los signos apuntan a que en las próximas semanas y meses México verá crecer su número de pobres. La caída de la economía más la reclusión por la pandemia ya están dando sus primeros resultados: la Secretaría del Trabajo informó de 347 mil empleos formales perdidos en una quincena, un poco más de todos los creados a lo largo de 2019. Y es apenas el inicio.
El Presidente insiste en mantener vivos (y si se puede ampliar) los programas de transferencias monetarias a jóvenes en capacitación para el trabajo, becas para estudiantes de educación media y superior, a los adultos mayores, discapacitados, damnificados, microcréditos y algunos más. Bien, pero todos esos programas son financiados con recursos públicos y el problema mayúsculo es que esos recursos dependen de la recaudación fiscal y se requiere que por lo menos ésta se mantenga en los niveles conocidos.
No obstante, lo más probable es que esos recursos disminuyan porque el conjunto de la economía se hará más pequeña. Las predicciones difieren, pero todas —absolutamente todas- señalan que el Producto Interno Bruto (consumo privado, inversiones de las empresas, gastos del sector público y exportaciones netas) caerá como no lo hacía desde la crisis de 1994-1995 y algunos prevén que incluso será peor. Ello como resultado del cierre y la quiebra de empresas lo que implicará mayor desempleo y un sector informal creciente en número de participantes y reducido en cuanto a su valor.
Por ello no se puede dejar a su suerte a los millones de empresas y sus trabajadores que constituyen lo fundamental del universo productivo mexicano. Da la impresión que en el Ejecutivo no se valora lo que eso quiere decir. Flota un prejuicio anti empresarial que al parecer impide apreciar el aporte y la necesidad de unas y otros. En la página de Bancomext y la Secretaría de Hacienda se ilustra que existen un poco más de 4 millones de micro, pequeñas y medianas empresas. El 97.6 por ciento son microempresas, que no tienen más de cinco trabajadores, pero en las que está ocupado el 75.4 por ciento de los trabajadores. Las empresas pequeñas, en porcentaje son el 2 y las medianas apenas el 0.4 por ciento de ese total.
Ese universo la está pasando mal y en las próximas semanas lo pasará peor. Y si luego de la pandemia y el enclaustramiento semi obligatorio, resulta devastado, la vida económica y social del país tardará mucho en recuperarse. Leo una nota en la cual se alerta que 1.8 millones de pymes (creo que incluye a las micro empresas), que tienen menos de cinco años de existencia, son las que tienen más posibilidades de desaparecer (Reforma, 9-4-20). Por ello, el gobierno (el Estado mexicano) no puede ser omiso y voltear para otro lado. No puede apostar a que el mercado haga su trabajo (porque sin duda lo hará, desapareciendo a las más débiles y mandado a la calle a millones de trabajadores), porque en las circunstancias actuales, eso supondrá un retroceso de décadas y una crisis social de proporciones mayúsculas.
Ya muchos lo han dicho, pero es necesario repetirlo: se requiere un auténtico acuerdo nacional -dialogado, negociado, pactado- que como señaló Rolando Cordera incluya a las representaciones de empresarios y trabajadores, involucrando al Congreso de la Unión y a los especialistas más reconocidos para intentar que la temporada adversa que estaremos viviendo sea lo menos destructora posible. Porque solo con el voluntarismo y la política del avestruz gubernamental no iremos muy lejos (y ojalá me equivoque).
Profesor de la UNAM