La idea de personas autónomas, que piensan por sí mismas, independientes del “mundanal ruido” es una utopía. Vivimos en sociedad y recibimos influencias múltiples. Familia, amigos, profesores, vecinos, compañeros de trabajo, medios, redes, lecturas y súmele usted, de alguna u otra manera nos modelan.
Pero la aspiración de hombres y mujeres que piensen con su cabeza sobrevive. No somos marionetas del ambiente en el que nos movemos y por ello el anhelo de contar con un criterio propio no debería resultar descabellado. Por el contrario.
Arthur Schopenhauer, con su estilo singular e irreverente, incluso convocaba a alejarse de los libros para generar pensamientos propios. Escribió, creo que de manera socarrona: “leer los pensamientos de otros es como tomar las sobras de un banquete”, “la lectura no es más que un sucedáneo del propio pensamiento”, “leer es pensar con la cabeza de otro” (aunque luego él mismo llamaba a leer a los clásicos a los que consideraba no solo un alimento nutritivo, sino indispensable, pero en fin…). (El arte de pensar. Traducción: Rogelio Miranda. Lectorum. 2023).
Pensar es una actividad intransferible. Nadie puede hacerlo por nosotros. E incluso las influencias ambientales son y deben pasar por nuestro tamiz. Vuelvo a Schopenhauer: “el que piensa por sí mismo se forma sus propias opiniones”. “La verdad puramente aprendida se adhiere a nosotros como un miembro artificial, un diente postizo, una nariz de cera… La verdad adquirida por el propio pensar es un miembro natural: tan sólo ella nos pertenece en realidad”. Se puede leer mucho y asimilar poco o incluso repetir como loro las ideas de otros, lo único que queda sedimentado es aquello que ha pasado por nuestro filtro y ha sido integrado a nuestra visión de las cosas.
Por ello, AS distinguía entre el erudito que es capaz de reproducir el pensamiento de muchos otros y el pensador original. Quizá sobra decir que de los últimos siempre hay muy pocos. Puede ser una aspiración, pero la evidencia es rotunda: en cada época hay unos cuantas “cabezas” que de verdad aportan algo realmente novedoso. La inmensa mayoría nos movemos en las pesadas y revueltas aguas de las nociones adquiridas y recicladas.
Pero una cosa es chapotear en esa medianía y otra muy distinta abstenerse de pensar. Si, “el que realmente piensa por sí mismo es como un monarca: es soberano y no reconoce a nadie por encima de él”, en las antípodas se encuentran aquellos que de manera inercial e incluso reverencial se subordinan a los pensamientos de otros. Se trata de legiones que en ausencia de criterio propio recogen y reproducen y amplían lo que pontifica el monarca. Son el eco insípido de lo que otro ha dicho y pensado. Una copia decolorada del original, como cuando escribíamos a máquina, colocábamos entre las hojas papel carbón, y cada una de las copias resultaba más deslavada que la anterior.
Escribe Schopenhauer: “sumergidos en la ola de la incapacidad de pensar y juzgar: alzarán a sus autoridades como un válido argumento de prueba basado en el respeto y clamarán victoria”; es decir, el argumento será válido porque es expresado por la autoridad venerada, no porque tenga validez en sí mismo. Eso generará un círculo de sumisión y respeto perruno por un lado y de engreimiento por el otro, y la victoria consistirá en que millones conformen un coro de voces capaces de repetir cansinamente lo que uno puso en circulación.