Si el movimiento armado de inicios del siglo XX puede considerarse una revolución es —entre otras cosas— porque destruyó un Estado y construyó otro. Y un momento crucial y sin posibilidad de vuelta atrás fueron los Tratados de Teoloyucan (1914) que disolvieron al ejército federal. Quedaron en el escenario solamente los ejércitos populares y en ellos se concentró el poder.
La institucionalización de esas fuerzas —muchas de ellas confrontadas y otras centrífugas— se logró por dos vías: a) las purgas sucesivas y b) la transformación de esos ejércitos populares en fuerzas armadas institucionales.
A) Ante cada coyuntura electoral la sucesión se decidía primero en el campo de batalla y luego los triunfadores asistían a unas elecciones sin competencia real que los legitimaba. Los sonorenses cobijados en el Plan de Agua Prieta derrotan a Carranza y los suyos, y eso permite a Obregón convertirse en presidente. En 1923, Adolfo de la Huerta se levanta en armas contra sus antiguos compañeros y, luego de ser vencido, Calles puede ser el nuevo presidente. Los generales Serrano y Gómez, presuntos candidatos a la Presidencia, son asesinados antes de sublevarse (se dice), para pavimentar la reelección de Obregón. En 1929 la rebelión encabezada por el general José Gonzalo Escobar es derrotada antes de la elección de Pascual Ortiz Rubio. Por esa vía, la de los levantamientos, desafíos, exilios y la muerte, los armados se van “depurando”, adelgazando.
B) La otra vía es la de la conversión de los grupos armados en un ejército institucional. Calles y Amaro inician el proceso. Y en términos políticos la creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) en 1929 puede leerse como la construcción de un espacio para la coexistencia de los caudillos militares y resolver por vías pacíficas lo que hasta entonces se “solventaba” por las armas. La transformación del PNR en PRM (1938), encuadrando al Ejército como un sector más del partido (junto con los sectores obrero, campesino y popular), puede verse como una fórmula para reconocer un lugar destacado a las fuerzas armadas, pero atemperándolo con la de otros “sectores”. La mutación del PRM en PRI en 1946, la desaparición del sector militar, y la elección del primer presidente civil postrevolucionario (Miguel Alemán), dan cuenta del paulatino pero sistemático proceso de pérdida de peso relativo de las fuerzas armadas en la política nacional.
Esa revisión panorámica e híper simplificada viene a cuento porque el protagonismo de las fuerzas armadas está incrementándose como nunca en las últimas décadas. La desconfianza (cuando no el desprecio) del presidente hacia los funcionarios civiles y la transferencia sistemática de facultades a las fuerzas armadas, navega a contracorriente de nuestra historia y abre un horizonte inédito para los próximos años. La expansión de las tareas y los presupuestos de las Fuerzas Armadas en detrimento y reducción de las responsabilidades y capacidades financieras de las autoridades civiles, solo desde la inconciencia permite minusvaluar lo que está sucediendo.
He escuchado a voceros de la administración argumentar que marinos y soldados gozan del aprecio de la población. Temo, sin embargo, que la aspiración de seguridad y cese de la espiral de violencia más ese prestigio de las fuerzas armadas puedan explotarse —como se está haciendo— para que las mismas rebasen sus encomiendas originales y asuman un nuevo protagonismo político y económico.
Profesor de la UNAM
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