No es extraño que la atención pública se centre en los candidatos a la Presidencia. En una república como la nuestra, presidencial, esa figura tiene facultades vastas y es el poder constitucional que, a lo largo de nuestra historia, en demasiadas etapas, ha opacado, si no es que subordinado, al resto de los poderes constitucionales. Si a ello sumamos la percepción pública que le otorga cualidades excepcionales, los mitos que como un aura lo rodean, y las expectativas que se depositan en su persona, no resulta raro que los reflectores se orienten hacia las candidatas.
No obstante, el próximo año viviremos una elección que remodelará la mayor parte del mundo de la representación: las dos Cámaras del Congreso, 9 gobernadores, 31 congresos locales y los ayuntamientos de 30 estados. Se ha dicho, y con razón, la elección más grande de nuestra historia.
Los candidatos presidenciales pueden ser la máquina del tren, la que arrastra al resto; pero ya contamos con evidencia suficiente para afirmar que el arraigo local de los múltiples candidatos juega un papel muy relevante. Pueden sumar a las diferentes coaliciones, pero también restar, porque sobre todo los candidatos a las distintas alcaldías son aquellos que están más cerca de sus respectivas poblaciones.
Además, en una época en la que las distintas corrientes ideológicas y sus signos de identidad se han deslavado, las personas, con sus nombres y apellidos y trayectorias y puentes de comunicación con los electores, resultan claves para modelar las preferencias de los votantes. Así que la selección de ese “ejército” de candidatos no es un asunto menor.
Y si algo hemos aprendido en las últimas décadas es la importancia estratégica de los congresos, en especial del federal. Señalo lo más obvio: no es lo mismo para la dinámica democrática y el gobierno contar con que su partido (o su partidos y aliados) tenga mayoría relativa, absoluta o calificada (es decir, menos del 50 por ciento de los asientos, más de 50% pero menos del 66% y más del 66.6%). La primera lo obliga a escuchar y negociar con al menos alguno de los otros partidos, la segunda lo capacita para aprobar leyes, pero no para modificar la Constitución salvo en acuerdos con los otros, y la tercera prácticamente le pavimenta la vía para hacer su voluntad, incluso en el terreno de los cambios constitucionales.
Pues bien, eso también estará en juego en 2024. Y habrá que estar atentos a que la regla constitucional que establece que no puede darse una sobrerrepresentación de más del 8 por ciento se cumpla. Eso, porque ya sucedió en 2018 que con una jugarreta Morena logró tener una bancada que superó por un amplio margen el límite que establece la Constitución. Eso fue posible porque registró a no pocos de sus militantes como si fueran candidatos del PT o el PES.
No es un asunto menor ni técnico. Es fundamental desde el punto de vista de la representación, porque si bien la legislación mexicana permite un cierto margen de sobrerrepresentación de la mayoría (8%), no puede ni debe ser que el porcentaje de curules de un partido acabe siendo mucho mayor que su porcentaje de votos. En ese terreno la responsabilidad del INE y el Tribunal es crucial, sobre todo la del segundo, porque como se sabe, es la última palabra en la materia.
Así que vale la pena abrir el campo de visión y tratar de observar lo que sucede más allá de las campañas presidenciales. Muy importantes sí, pero no únicas.