Koba el temible, el libro de Martin Amis, tuvo su origen en la indignación: ¿por qué en los círculos intelectuales de occidente existía un trato más benévolo a las dictaduras de izquierda que a las de derecha? Esa ira dio pie a un ensayo encarnizado sobre el terror soviético, centrado, sobre todo, aunque no exclusivamente, en el período stalinista. Además, su padre, Kingsley, un connotado novelista, había sido militante comunista entre 1941 y 1956.
Kingsley ingresó al Partido a los 19 años pero, escribe Martin, incluso si no estaba al tanto de “las catástrofes internas de la URSS”, ya se había producido el pacto nazi-soviético que dio paso a la invasión y reparto de Polonia, la anexión de Ucrania occidental, Bielorrusia, Moldavia, Lituania, Letonia, Estonia y el asesinato de Trotsky. ¿Qué sedujo a tantos intelectuales de una política que acarreó la muerte de millones de personas? Al final del libro, en una carta al “espíritu” de su padre, Amis intenta un ensayo de comprensión y deslinde de Kingsley, que del comunismo pasó al laborismo y al final al conservadurismo.
El libro resulta un rompecabezas del terror, un ensayo sobre los excesos demenciales que encabezó el “padrecito de los pueblos”. Contiene una revisión bibliográfica amplia que devela información incontrovertible de un “experimento” que creyó “ir al paraíso a través del infierno”. Ahora que acaba de morir Martin Amis, solo comento algunos asuntos “marginales” que resultan perturbadores.
En el centro del ensayo están las víctimas, pero no pueden faltar los verdugos. No solo los dirigentes, sus delirios e insensibilidad, sino los agentes y operadores de la Checa que detenían, torturaban, transportaban, encerraban y asesinaban a los supuestos enemigos del pueblo. No había consideración tampoco hacia ellos. Su selección era “hacia abajo”, los peores. “Stalin quería que sus hombres estuvieran acabados, moralmente acabados; este factor los ponía en sus manos”. Era una fórmula para barrer cualquier escrúpulo y formar un ejército de súbditos incapaces de distinguir entre el bien y el mal. En esa espiral “la falta de piedad se convirtió en virtud” y la crueldad se transformó en toque de orgullo.
Luego de la hambruna que dejó millones de muertos, que generó fenómenos de antropofagia documentados, se celebró un congreso del Partido denominado “de los vencedores”. Escribe Amis que la reunión se llevó a cabo dentro de “un espíritu de triunfalismo vociferante” (transcribe intervenciones incluso de aquellos que luego serían asesinados en los conocidos Procesos de Moscú). Vivían en un universo paralelo de “verdades” alternativas. “La realidad era que las realidades estaban perdiendo su valor”. La realidad real podía ir por un rumbo y los hombres del Kremlin por otro. De manera socarrona Kolakowski escribió: “Conseguir vivir en dos mundos distintos a la vez fue una de las conquistas más notables del sistema soviético”.
A pesar de todo, escribe Amis, Stalin siempre fue popular. Especula sobre el efecto de la “manipulación” de los niños desde las guarderías, el despliegue de la propaganda en un tiempo en “que la gente no sabía que la propaganda era propaganda”, la “fuerza hipnótica de la ideología”, la adhesión al régimen como una forma de “defensa social” para evitar meterse en problemas. Y cita a Dimitri Volkogónov que exagerando escribió: “Ningún otro hombre ha conseguido lo que él: exterminar a millones de compatriotas y obtener a cambio la veneración incondicional de todo el país”.