Después de lo que serán seis años de gobierno, de querer comprimir a la sociedad mexicana en blanco y negro, en amigos y enemigos, conmigo o contra mí, será necesario, imprescindible, rescatar la noción de pluralismo. Porque si la artificial reducción no fuera preocupante en sí misma, el presidente piensa y actúa como si uno de esos bandos portara todos los valores y el otro los contravalores. Uno, en esa retórica primitiva, es el representante del pueblo, es honesto, capaz, trabajador; y el otro, expresa al antipueblo y es hipócrita, insensible, corrupto. Una caricatura, pues.

Si México fuera eso, en efecto, la democracia sería innecesaria, ya que ese régimen de gobierno se edifica para ofrecer un cauce de expresión, convivencia y competencia a la diversidad política. Y ello sería redundante si ya de por sí existiera una organización, una persona, un partido que hablara y representara al pueblo bueno.

Pero no. Cualquier observador mediano de la vida política sabe que en nuestro país coexisten muy diversos diagnósticos y propuestas de solución, filtros ideológicos e intereses, reclamos y agendas, prioridades y necesidades. Ninguna agrupación o persona tiene la verdad en un puño y menos aún de una vez y para siempre, y solo la mecánica democrática ofrece fórmulas para que la pluralidad se despliegue.

El pluralismo político es un hecho. Está ante nuestros ojos y desear exorcizarlo solo puede acarrear tragedias. Al igual que en la dimensión religiosa, la tolerancia ante los otros que portan programas (credos) diferentes, se abrió paso por razones pragmáticas. Si el no reconocimiento de la legitimidad de los otros podía conducir a conflictos sin fin y a una estela de sangre y destrucción, la tolerancia se impuso como una fórmula resignada para la vida en común sin violencia.

Hoy, sin embargo, sabemos o deberíamos saber que en la coexistencia de la diversidad reside la riqueza de una sociedad, y que el solo intento por cercenarla es un atentado contra el único arreglo civilizatorio que permite o aspira a una vida política inclusiva.

Creí que por lo menos desde 1977, con la primera reforma política-electoral, esa noción parecía abrirse paso, luego de una larga etapa de partido e ideología hegemónicos. La costosa y tensa conflictividad de aquellos años parecía ilustrar a (casi) todos, tanto a gobernantes como a opositores. Resultaba claro, para quien no cerrara los ojos, que México no cabía ni deseaba hacerlo bajo el manto de una sola agrupación política. Era necesario construir las reglas y las instituciones democráticas para el ensanchamiento de las potencialidades de la pluralidad política que modelaba al país. Parecía un consistente basamento que permitiría una vida política pacífica y participativa.

Por desgracia, ese basamento está fracturado. La coalición gobernante no reconoce la legitimidad de los otros, da la impresión de que quisiera alinear a un país diverso a una sola voluntad, e incluso ha intentado dinamitar la normatividad que regula la convivencia/competencia de la pluralidad. Por ello, será necesario retomar el aliento y el sentido de lo que algunos denominamos el proceso de transición democrática que le permitió al país desmontar un sistema autoritario y construir una germinal democracia. Mucho de lo edificado ha resistido de tal forma que no es necesario partir de cero. No obstante, volver a reconocer como algo venturoso, legítimo y productivo al pluralismo político es un paso ineludible.

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