La palabra es la primera y más importante herramienta de la política (por lo menos en la democrática). Devela los diagnósticos y las propuestas, matiza y gradúa, explica y conduce. Ofrece sentido a los actos, modela la temperatura del debate, tiende o erosiona puentes de entendimiento, genera un clima de cooperación o de confrontación; puede ser el halo que inyecte certeza, guía, horizonte o el desplante que inhibe, amenaza, persigue. Por ello lo que se dice y cómo se dice tiene tanto valor. Hay que cuidar las palabras, su sentido, su pertinencia, sus derivaciones.
El 31 de octubre durante su habitual conferencia de la mañana el Presidente volvió a mostrar su incomprensión y desprecio por la labor de la prensa. Enojado, haciendo una analogía absolutamente improcedente dijo: “¿Saben que llegó a decir Gustavo Madero? Dice: “le muerden la mano a quien les quitó el bozal” (en referencia a su hermano el presidente Francisco I. Madero). Eso no se lo perdonaron nunca, por eso se ensañaron con él”. Al día siguiente profundizó el agravio. Requerido aseguró: “No era igualar a los periodistas con ningún animal, y además le tengo hasta respeto a los animales, a los perros…”.
Por su edad (el Presidente nació en 1953), fue en los años setenta en los cuales Andrés Manuel López Obrador se inició en la política. Tiempos duros, de profunda cerrazón para las oposiciones sociales y políticas, de unos medios alineados —en su inmensa mayoría— con el poder político. ¿Recordará AMLO el sometimiento de las televisoras al gobierno? ¿La radio mayoritariamente oficialista, con sus hermosas excepciones? ¿Los principales diarios cuyas ocho columnas de manera no poco frecuente eran casi idénticas y, se decía, eran dictadas desde la Secretaría de Gobernación?
Imagino que el Presidente por lo menos observó el lento, complejo, zigzagueante pero esforzado proceso de apertura y liberalización de los medios, de la paulatina colonización de la pluralidad que se desencadenó conjuntamente con el proceso democratizador que vivió el país. Los medios entonces fueron acicate y beneficiarios de esa transformación. Nunca (ni ahora mismo) han dejado de existir medios oficialistas pero la diversidad se abrió paso y los márgenes de libertad se ensancharon de manera considerable. Es parte de las “novedades” de la República. De las buenas nuevas.
No obstante, vuelvo a lo que he señalado de manera reiterada, el problema principal es que nuestro Presidente no reconoce ni valora ese proceso democratizador que paradójicamente creó las condiciones normativas, institucionales y políticas para que él llegara a la Presidencia de la República por una vía pacífica y participativa. En su “narrativa” (como se dice hoy) ese período se encuentra borrado y por ello no se alcanzan a estimar algunas edificaciones auténticamente civilizatorias, como lo es la libertad de prensa y el derecho al acceso a la información pública.
Por sus expresiones parecería que el Presidente añora el mundo de las unanimidades (ficticias), de los medios alineados, sumisos, obedientes; de un poder de mando que ordena mientras los otros se pliegan; de un país monolítico que ha depositado en una sola persona la voluntad y las esperanzas de las “masas”, es decir, de una nación sin disidencia, sin voces disonantes, sin cuestionamientos al poder político. Un México que por fortuna está en el pasado y será muy difícil reconstruir… salvo con métodos autoritarios o dictatoriales.
Por supuesto, no contamos con los medios más objetivos, profesionales y pedagógicos del mundo. Y mucho hay que hacer en esa materia. Pero atentar contra el atributo esencial de su misión —la libertad— no presagia nada bueno. Vivimos en un México cruzado por diversidades de todo tipo. Y esas diversidades no pueden ser encapsuladas por un solo discurso, una sola ideología y una sola voz. Es el piso básico del mundo en el que vivimos y no entenderlo así, pensar siquiera en que puede ser homogenizado, lo único que anuncia son mecánicas autoritarias.
Profesor de la UNAM