#CuidaAQuienTeCuida
Quizá convenga, por un día, ampliar el campo de visión. Intentar observar más allá de México y del momento actual. Lo que sigue es un ejercicio esquemático pero útil para lo que deseo subrayar.
Se sabe, pero al parecer hay que repetirlo: no existe la izquierda sino las izquierdas. La brújula fundamental de todas es la búsqueda de la igualdad no solo jurídica sino material. Si ello no está en su programa no es izquierda. Pero sus corrientes se generan por la forma en que esa aspiración se articula con otra, la libertad. Igualdad y libertad son los dos grandes valores que puso en acto la modernidad. Y dado que no se conjugan de manera sencilla —sino tensionada— el perfil de las izquierdas ha sido diferente según como se relacionan esos dos valores esenciales. También por la idea que se tiene del Estado y de la gestión del mismo. De acuerdo a esas dos dimensiones hay una izquierda autoritaria y otra democrática.
La historia viene de lejos. Hubo —y hay— quienes a nombre de la igualdad suprimieron el ejercicio de todas las libertades (consideradas burguesas). En la Unión Soviética o en Cuba, fueron abolidas las libertades de organización, prensa, expresión, tránsito, manifestación, etc. Dado que supuestamente ya estaban en el poder los trabajadores, esas libertades solo podían ejercerse contra ellos, de tal suerte que suprimirlas era un requisito para una gestión efectiva.
Pero en paralelo, siempre estuvo presente la izquierda que construyó partidos socialistas, socialdemócratas, laboristas, que al tiempo que luchaba por la equidad social estableció un fuerte compromiso con la vigencia y ampliación de las libertades (en ocasiones por necesidad, que se convirtió en virtud). La hegemonía socialdemócrata europea luego de la Segunda Guerra Mundial, que construyó los Estados de bienestar, es quizá el ejemplo paradigmático. Logró universalizar bienes y servicios públicos indispensables (educación, salud, vivienda, alimentación, pensiones), en un marco democrático, es decir, con respeto a las libertades. Escribió Tony Judt: “consistía en utilizar los recursos del Estado a fin de eliminar las patologías propias de las formas de producción capitalistas y el funcionamiento incontrolado de la economía de mercado. En definitiva, construir buenas sociedades en lugar de utopías económicas” (Postguerra).
Me llama la atención que en México y muchos países de América Latina, para muchos, el ejemplo a seguir haya sido el de los regímenes que abolieron las libertades, quizá porque estuvieron precedidos de una Revolución (en la fantasía algo así como el día cero de la historia), y que no se prestara suficiente atención a los experimentos socialdemócratas, quizá por graduales, plagados de compromisos, realizados por vías institucionales, en una palabra, reformistas.
Lo otro tiene que ver con lo que Norberto Bobbio analizó. La idea de que esa compleja red de instituciones a la que por economía de lenguaje llamamos Estado no era más que una “superestructura” al servicio de los intereses de la clase dominante. Si ello era así, su destrucción resultaba inevitable y necesaria. No hubo un diseño alternativo que garantizara los avances que los Estados modernos estaban generando: un poder político regulado, dividido, fiscalizado. De tal suerte que el proyecto de lo específicamente estatal y el cómo se gobierna fueron despreciados para poner el acento en el supuesto “sujeto” que ejercía el poder (el proletariado o el pueblo o…) y en la cuestión de para quien se gobierna. Fue a nombre de ese presunto sujeto que se edificaron Estados monolíticos, colonizados por una sola fuerza política y presididos por una figura que acabó concentrando todas las facultades estatales (Stalin, Mao, Fidel). Por el contrario, la izquierda democrática asumió los avances civilizatorios en esa materia e intentó y logró profundizarlos, entendiendo que un Estado Constitucional que garantiza los derechos debe ser parte indispensable de su equipaje conceptual y sin el cual la discrecionalidad de uno puede convertirse en política de Estado.
Profesor de la UNAM.