Distintos legisladores de Morena han planteado la necesidad de una nueva reforma electoral. Algunos incluso han presentado iniciativas. Apuntan a modificaciones en la logística comicial, a la estructura del INE, a su relación con los OPLES, al financiamiento de los partidos, al presupuesto de las instituciones, etc. Omiten, sin embargo, el tema central que debería abordar una eventual reforma electoral: el de la traducción de votos en escaños en la Cámara de Diputados, dado que los resultados de 2018 desfiguraron uno de los pilares fundamentales de cualquier régimen democrático: el de la representatividad, dado que una minoría de votos se convirtió en una mayoría congresual, convirtiendo a una mayoría de sufragios en una minoría de representantes. Por cierto, llama la atención que en ese estratégico asunto la oposición sea omisa. Guarda un silencio sepulcral que nada bueno presagia ni para ella ni para el país.
Recordemos: con menos del 38% de los votos Morena tiene mayoría absoluta de diputados y con menos del 44% la coalición de Morena, PT y PES llega casi a la mayoría calificada. ¿Cómo fue posible eso si la Constitución establece con claridad que entre votos y escaños no puede existir una diferencia mayor del 8%? Muy sencillo: inscribiendo a candidatos de Morena como si fueran del PES o del PT. Un “ingenioso” fraude a la ley que ha desfigurado el principio de representación (luego se dieron los realineamientos de otros partidos). Es decir, la mayoría actual en la Cámara de Diputados no es resultado de que la mayoría de los mexicanos hayamos votado por ella, sino de una operación que vulneró dictados constitucionales para construir artificialmente esa mayoría.
Si se iniciara una ronda de discusiones sobre la posible reforma electoral ese asunto debería presidir la deliberación, ser el número uno de la agenda. Porque ya despuntan los comicios de 2021 en el que se deberá renovar por completo la Cámara de Diputados y nos podríamos volver a “tropezar con la misma piedra”. Es más: creo que el Congreso está obligado a reformar la Constitución y la ley para que sea el voto de los ciudadanos el que determine la correlación de fuerzas en esa Cámara (principio democrático irrenunciable).
Durante décadas las principales formaciones de izquierda plantearon la necesidad de una fórmula de representación proporcional estricta para la integración de la Cámara de Diputados. Eso quería decir que cada partido debería tener un porcentaje de diputados idéntico o similar a su porcentaje de votos. Y ello podría lograrse incluso manteniendo el sistema mixto de conformación de la Cámara (300 diputados uninominales y 200 plurinominales), siempre y cuando el reparto de los segundos se hiciera para ajustar el porcentaje de votos al de escaños. Se trataría de que si un partido obtiene el 20% de los votos tenga el 20% de los legisladores y si obtiene 30 pues 30 y así. Con ello se desterrarían los fenómenos de sobre y subrepresentación que en la última elección federal nos llevaron a un extremo absolutamente indeseable y que desfigura la idea misma de la representatividad.
La representación proporcional fue siempre una aspiración democrática que en una nueva ronda reformadora se debería cumplir. Correspondería ser impulsada por Morena (aunque ya sabemos que las “cosas” no se ven igual desde la oposición que desde el gobierno), pero sino, por las bancadas de oposición, recordando que en las ocho reformas electorales previas (1977, 1986, 1989-90, 1993, 1994, 1996, 2007 y 2014), los reclamos de las minorías fueron el motor fundamental de las mismas. Se trató de operaciones transformadoras que requirieron del aval de la mayoría, pero fueron los partidos opositores los que embarnecieron la agenda y lograron avances progresivos relevantes.
Lo que debería estar claro, sin embargo, es que México y su diversidad política no merecen ir a unas nuevas elecciones federales en la cual una minoría de votos se convierta, de manera remedada y contrahecha, en una mayoría de asientos en la Cámara de Diputados.
Profesor de la UNAM