Es posible que en breve seamos el público de un espectáculo que podría ser gracioso si no fuera deprimente. Veremos a las huestes de Morena solicitando firmas a los ciudadanos para revocar el mandato del presidente. Imagino que se desplegarán por todo el país pidiendo a quienes están inscritos en la lista nominal de electores que suscriban la demanda de remover de su cargo a AMLO. Y si logran las rúbricas necesarias (por lo menos el 3 por ciento de la lista), entonces ¿festejarán que cerca de tres millones de mexicanos quieran deshacerse del presidente? (Claro, nos dirán al oído de manera socarrona, es de mentiritas, lo que realmente deseamos es hacerle un homenaje a nuestro gran líder).
Se supone (y es mucho suponer) que la política debe ofrecer sentido a través de las iniciativas que se despliegan en esa esfera, una cierta lógica que permita comprender lo que se encuentra en juego. También —se supone otra vez— que las propuestas de los actores develan su marco valorativo. Si bien política y ética no son ni pueden ser sinónimos, una política divorciada de la ética, no solo se convierte en simple y duro pragmatismo, sino que tiende a vaciar de significado lo que acontece, hasta volver la política una distracción degradada y degradante. Sin un mínimo de lógica y un mínimo de valores la política —eventual palanca para modificaciones y reformas necesarias— se trastoca en una gesticulación vana y en un circo vistoso pero inconsistente.
La coalición gobernante, encabezada por el presidente, sigue insistiendo en llevar a cabo una consulta para revocar el mandato del titular del Ejecutivo que ninguna fuerza política medianamente relevante o un conjunto de ciudadanos numeroso ha planteado. Así, México puede encaminarse a una gran operación de simulación cuyo único objetivo es dar gusto a una obsesión o a un antojo de nuestro presidente: las ganas de volverle a plantear al país un dilema inexistente: conmigo o contra mí. “Me quedo o me voy”.
Esa intención de polarizar a un país de la complejidad del nuestro, induciéndolo a contestar en blanco y negro, no se hace cargo y borra de un plumazo la diversidad de posiciones en relación a nuestro gobierno. Se olvida intencionadamente que el presidente fue electo por cinco años diez meses y que haber cambiado las reglas ad hominem y con efectos retroactivos es de por sí indecoroso, que hay partidos y agrupaciones que lo apoyan y otros que son oposición, pero que existen gradaciones entre ellos y que México no merece ser encuadrado en solo dos posiciones extremas y simplistas. Salvo que lo que se desee sea una operación para halagar el ego del presidente.
No se requiere especial agudeza para pensar que los partidos de oposición que no entren al juego, verán desde la tribuna cómo se desarrolla una parodia de consulta popular. Y los medios —imagino— harán el seguimiento de la famosa consulta como si realmente tuviera sentido, y ya veremos si los ciudadanos acuden masivamente a esa puesta en escena.
Y todo ello porque el presidente, al que ninguna corriente significativa está reclamando que abandone su cargo, quiere hacer una nueva campaña electoral. Una en la que él vuelva a aparecer en el centro del escenario, con todos los reflectores apuntando hacia su figura y escindiendo a un país masivo, contradictorio, desigual y diferenciado, a través de un eje simplificador: conmigo o contra mí. La política de cabeza. Sin lógica ordenadora y sujeta a las ocurrencias del presidente.