Asesinatos y amenazas se multiplican en medio de las campañas electorales. El método que se supone debe servir para erradicar la violencia de la vida política y permitir que la diversidad de opciones pueda competir de manera pacífica, está siendo sacudido por la violencia criminal.
En diferentes zonas del país y afectando, al parecer, a candidatos de todos los partidos, el título de aquel cuento de Edmundo Valadés entre interrogaciones, aparece como ineludible. Sobre todo, porque al ser interrogado sobre ello, nuestro presidente prefirió capotear la pregunta y acusar a los medios de amarillismo. Una vez más, exorcizar la realidad con la magia de las palabras y los gestos.
Por supuesto, la violencia no solo impacta las campañas electorales, sino la vida misma en varias regiones, en las cuales los grupos delincuenciales son quienes mandan. Pero al parecer, ahora de manera incontenible pretenden irrumpir en la política y decidir quiénes deben gobernar en “sus” territorios. Ellos mismos o aliados con grupos políticos, han decidido retar al Estado y solo desde la ingenuidad o la asociación puede minusvaluarse el desafío.
Como si el poder legal y legítimo estuviera siendo rebasado en algunas zonas, y substituido por el poder a secas. Ese poder a secas es el de las armas y contemplar su expansión de manera impasible resulta complicidad por omisión. Nunca comprendí la estrategia gubernamental en relación a los grupos delincuenciales a los que al parecer se les ofreció “abrazos y no balazos”. Hoy, sin embargo, parece nítido que esos grupos están acosando y matando a quienes no se pliegan a sus dictados. No han declinado el uso de la violencia, sino que han incrementado el reguero de sangre.
No hay nada más contrario a la aspiración democrática de una competencia regulada y pacífica que una vuelta a “la política” convertida en un campo de batalla sin reglas, presidido por la ley del más fuerte. Es una involución que erosiona no solo los pilares del Estado sino las posibilidades de una convivencia social más o menos libre y armónica. Si la tan llevada y traída fórmula de Weber de que el Estado debe ser el detentador del monopolio de la fuerza legítima es más una aspiración que una realidad en algunas áreas del país, entonces estamos en problemas mayores.
El próximo domingo iremos a las urnas. Serán —se ha repetido— las elecciones más grandes de la historia no solamente por el número de potenciales votantes, sino por los cargos que se elegirán. Y qué bueno que las mismas se vayan a celebrar. Es el expediente legal y legítimo del cual nos hemos dotado para contar con gobernantes y congresos representativos. Pero la atmósfera se encuentra nublada porque la violencia criminal ha hecho presencia y no deberíamos voltear hacia otro lado. Los asesinatos de diferentes candidatos no son una cifra más. Además de la tragedia que significa cada caso, constituye la intimidación que los grupos delincuenciales nos hacen a todos.
Urge una política de Estado en la materia. Una política discutida y consensada por los gobiernos, partidos, principales fuerzas y organizaciones sociales. Un compromiso de trabajo conjunto para atajar un mal que corroe la vida en sociedad y pretende apoderarse incluso de cargos de gobierno y de representación. Y quizá lo primero que deba hacerse es reconocer el problema y su profundidad y entender que convertirlo en una piedra contra los adversarios políticos se vuelve un bumerang.
Profesor de la UNAM