Una gran diferencia de la democracia con los regímenes de gobierno autoritarios es que la autoridad legítima está sujeta a controles. El primero es su sujeción a la Constitución y las leyes y luego su coexistencia con otros poderes constitucionales que limitan aquello que puede hacer. En nuestro caso, la Constitución contempla dos recursos estratégicos para intentar que las autoridades de todos los niveles no rebasen sus facultades y para que disposiciones secundarias no desvirtúen los preceptos constitucionales. Se trata de las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad que se presentan ante la Suprema Corte.
No son una encomienda más de la Corte. Se trata de dos recursos fundamentales si deseamos que sean las normas y no las ocurrencias las que regulen nuestra vida en común, ya que si los gobiernos o los congresos se exceden en sus potestades o desconocen o desvirtúan preceptos constitucionales, no solo atentan contra el entramado republicano (que supone división de jurisdicciones entre los diferentes niveles de gobierno y poderes), sino contra los derechos de los ciudadanos.
Pues bien, llama poderosamente la atención que la Corte, ante asuntos tan relevantes que ninguna otra instancia del Estado puede resolver, parezca que mira hacia otro lado. En la revista Nexos de agosto, artículos de María Amparo Cazar y Saúl López Noriega, 12 notas de diferentes autores y un cuadro sinóptico, ilustran una preocupante realidad.
En el cuadro sinóptico se enumeran siete acciones de inconstitucionalidad presentadas contra las siguientes leyes: de la Administración Pública Federal, Guardia Nacional, Uso de la Fuerza Pública, Registro de Detenciones, Extinción de Dominio, Sistema para la Carrera de las Maestras y los Maestros y Seguridad Nacional. Seis de ellas fueron interpuestas por la CNDH y la primera por diputados y senadores del PAN, PRI y PRD. Y llevan en la Corte entre 8 y 19 meses (imagino que al momento del cierre de la edición de Nexos).
También aparecen controversias constitucionales que tienen que ver con temas muy diversos como la Ley de Remuneraciones de los Funcionarios Públicos, el presupuesto de egresos de la federación para 2019 (¡), los recursos que el Ejecutivo Federal debe transferir a Michoacán en materia de educación para 2019 (¡), los llamados superdelegados, las cuencas y mantos acuíferos de Lerdo Chihuahua, la retención de participaciones federales en prejuicio de municipios y muchas otras. Estas controversias las han interpuesto instituciones muy variadas, desde el Banco de México, la Cofece, el INE, la CNDH hasta gobiernos de los estados o municipales y la Corte no ha decidido.
La morosidad de la Corte incluso conduce, en el extremo, a que algunos asuntos sean sobreseídos porque el solo paso del tiempo los hace perecederos.
Quienes han interpuesto esos recursos han optado por la vía constitucional para resolver sus respectivos diferendos, pero la Corte no parece tener prisa.
La incertidumbre que genera la inacción de la Corte no conviene a nadie. O bueno, a quien a sabiendas de que trastoca preceptos constitucionales o invade facultades de otros poderes o niveles de gobierno, le resulta favorable el simple paso del tiempo. La Corte debe jugar de manera puntual su rol como tribunal constitucional y preservar el diseño republicano consagrado en la Constitución y que los derechos de los ciudadanos no sean atropellados. Y lo cierto es que no lo está haciendo.
Profesor de la UNAM