La libertad es una condición indispensable para que la vida en sociedad no resulte opresiva y los ciudadanos puedan modelar su vida. Pero ninguna libertad es absoluta por una simple y contundente razón: porque vivimos con otros y el ejercicio de nuestra libertad no debe (porque sí puede) perjudicarlos.
Las libertades —de asociación, expresión, tránsito, manifestación, etc.— se abrieron paso en un dilatado y complejo proceso que hizo al individuo portador de una serie de derechos frente al Estado, las iglesias y las comunidades. Ya no un súbdito absoluto, un creyente totalmente subordinando, una rondana del mecanismo de reproducción social.
El ejercicio de esas libertades hace más compleja la existencia, porque las aspiraciones y objetivos de las personas no siempre coinciden y a veces entran en clara contradicción, pero sin duda enriquece la vida y posibilita el desarrollo de muy diversos proyectos de biografía. Y sabemos que la supresión de cualquiera de las libertades hace la vida más oscura, pesada y ominosa. No digamos cuando se les extermina a todas como ha sucedido en los Estados totalitarios o teocráticos.
(Sabemos y nunca sobra recordarlo que para la explotación de algunas de esas libertades se requieren ciertas condiciones socio-económicas-materiales sin las cuales es muy difícil y en ocasiones imposible ejercerlas. Pero ha sido una desgracia y un atentado contra las posibilidades de mejorar la vida, conculcarlas con la coartada de que no todos pueden ejercerlas, en lugar de intentar extenderlas).
Me gustaría pensar que a estas alturas ponderar las virtudes de las libertades es ocioso porque sabemos que sin ellas la sociedad se convierte en una prisión. Pero vuelvo al inicio: ninguna libertad es absoluta. En aras de la libertad de expresión no debemos calumniar, en el ejercicio de la libertad de tránsito no debemos invadir la casa del vecino, si algún partido quisiera obtener su registro y sus documentos básicos contuvieran expresiones racistas no recibiría su reconocimiento, etc. He escrito “debemos” porque se trata de un deber ser, de un dictado normativo, porque por supuesto que sí podemos calumniar, invadir propiedades de otros, gritar consignas racistas. Pero la sociedad ha colocado límites a nuestras libertades (a nuestra voluntad) para hacerlas compatibles con la vida en común.
Puf. ¿Y a qué viene este sermón? ¿esta retahíla de lugares comunes? Pues a que parece que muchos en la coalición gobernante no acaban de entender el a, b, c de la cuestión. El diputado Fernández Noroña asistió a la reunión del Consejo General del INE y se rebeló contra el uso del cubreboca porque coartaba su libertad y con él no podría tomar agua (sic). Y al día siguiente nuestro presidente abundó en el tema diciendo: “lo más importante es la libertad, la gente tiene que decidir libremente… el pueblo es sabio”.
Ahora resulta que la libertad no puede tener límites en busca del bien común. Está probado que mientras no exista la vacuna, el único medio más o menos eficiente contra los contagios es el cubreboca, pero según nuestras autoridades debe ser opcional no importa que se infecte al prójimo. Y ello en nombre de la libertad.
Por supuesto no es bueno restringir libertades y cuando se hace debe justificarse y no ser fruto del capricho. Pero en este caso ¿no es suficiente el argumento de intentar preservar la salud de los más con un pequeño “sacrificio” de cada uno?