En recuerdo de Nacho Marván
Hester Prynne es una joven y bella mujer. Ha dado a luz una niña fuera del matrimonio. Debe ser castigada como ejemplo a una comunidad de pioneros puritanos. Merecería la muerte, pero “la piedad” de sus habitantes y la “sabiduría” de los magistrados la condenan a ser exhibida por unas horas ante el pueblo, a una estancia en la cárcel y a llevar por el resto de sus días una A roja sobre su vestido. A de adúltera. Una marca que la descalifica y segrega para siempre. Se trata del núcleo original de la novela de Nathaniel Hawthorne, escrita a mediados del siglo XIX, sobre acontecimientos que sucedieron en Boston, Massachussets en el siglo XVII. (La letra escarlata. Ilustraciones de Alberto López Corcuera, traducción Paula Kuffer, en la muy bonita edición de Sextopiso. 2017).
El pueblo fue fundado por migrantes que decidieron hacer realidad “la utopía de virtud y felicidad humana” en las nuevas tierras. Se sienten llamados a edificar un mundo probo conforme a los mandatos divinos. Un código de conducta riguroso preside las reglas de convivencia y quien se aleja del mismo no tiene cabida en la comunidad. Son insensibles a “la fragilidad humana y el dolor”.
En su forma de acercarse a lo mundano, ley y religión eran una y la misma cosa. Y los infractores debían ser castigados e infamados. “Escasa y fría… era la compasión que un transgresor podía esperar”. Era un régimen moral estricto, contundente y para nada refinado. Sus prescripciones resultaban rotundas y los resortes que activaba resultaban primitivos y amenazantes.
Los castigos “representaban toda la severidad siniestra del código de leyes puritanas”. En el caso de Hester Prynne la letra escarlata sobre el pecho la marcaba por toda la eternidad. La exhibición pública era una condena y una advertencia para todos. De esa manera se fortalecían las buenas costumbres, las relaciones permitidas, las conductas esperadas. La autoridad “parecía poseer la santidad de las instituciones divinas”. Eran los magistrados “justos y sabios” en un ambiente de temor a Dios y plagado de supercherías. Sus fallos eran inapelables. Y por ello, la letra A “resplandecía como si procediera de las llamas del abismo infernal”.
Era una condena al ostracismo, a la segregación. La comunidad se cohesionaba y expulsaba a aquella que subvertía el orden de las cosas, la única forma decente de comportarse. La fe ejercía una aguda presión y era al mismo tiempo una forma de confinamiento, un método de prevención, para cerrar filas, alimentar la unidad. Una venganza contra aquellos que se apartaban del rebaño. La excluida, el chivo expiatorio en este caso, tenía que vivir con su vergüenza por siempre. La comunidad se pensaba a sí misma lastimada por la conducta de una “oveja descarriada” y sobre ella recaía toda la ira y rencor. Quizá sobra decir que Hawthorne describía ese cuadro denunciando la intolerancia, los sistemas de pensamiento inflexibles y cerrados. Una moral rígida, insensible a la complejidad humana, solo podía producir desgracias.
Cuando nuestro presidente, desde su púlpito, condena a los “conservadores y neoliberales”, sin jamás entrar a la discusión de sus preocupaciones, planteamientos o iniciativas, ¿no está colocando en ellos una nueva letra escarlata? ¿Cree que se trata de calificativos infamantes? ¿Esas corrientes de pensamiento tienen o no derecho a vivir entre nosotros, a expresarse y organizarse? ¿O solo existe un código de conducta legítimo? ¿Una sola forma de ver el mundo?
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