A lo mejor el título es un pleonasmo porque ¿quizá toda ilusión es ingenua? No sé. Pero trataré de explicarme.
Platicando con amigos apareció el inescapable tema de las “promesas” incumplidas de la transición democrática. Cada quien agrega temas a esa canasta que parece no tener fondo. Las esperanzas propias y los dichos en la plaza pública tienden a nutrirla y al parecer algunos esperaban algo así como el paraíso en la tierra: un país armónico, reconciliado con sí mismo, próspero, justo, y sígale usted. Me di cuenta de una expectativa propia que estaba ahí, larvada, flotando de manera inercial, quizá sin el énfasis necesario y que a la distancia no deja de ser eso: una ilusión.
El cambio democratizador mexicano significó, entre otras cosas, el tránsito de un sistema (casi) monopartidista sin auténtica competencia a otro plural y competitivo. Fue gradual, pero sistemático e incremental, lo que derivó en elecciones de pronóstico reservado. Lo anterior incluso es mensurable. Creí (y quizá algunos otros también) que ese cambio llevaría a una emulación venturosa entre los partidos: estarían obligados a refinar sus propuestas, a estudiar a fondo los problemas que afligen al país, a invertir para demostrar que eran más serios, estudiosos y pertinentes que sus competidores. La mecánica de su confrontación los forzaría a elevar la comprensión de los retos que afrontaban, afinar sus diagnósticos e iniciativas, lo cual impactaría, para bien, al espacio público. Esa deseable disputa irradiaría información, análisis y proyectos de los cuales se beneficiaría la sociedad toda.
Hay que recordar que incluso durante un tiempo la ley creaba una fórmula de financiamiento llamada para “actividades específicas” que consistía en que por cada peso que gastaran los partidos en educación, investigación, publicaciones, foros, seminarios, similares y conexos, el Estado, a través del entonces IFE, les reembolsaba 75 centavos. Un potente estímulo —se creía— para fomentar el estudio y exploración de nuestros no pocos desafíos (por cierto, ese fondo cada año fue disminuyendo porque el conjunto de los partidos no terminaba por ejercerlo).
Contra aquellos pronósticos o deseos, lo que hemos observado es lo contrario. No un intento por elevar el nivel del debate, sino, como ya lo preveían desde la Antigüedad, una competencia a la baja tratando de ganar la voluntad de los más alimentando sus prejuicios, manías y rencores (con sus notables excepciones). Un resorte bien aceitado por mimetizarse con el sentido común instalado en la sociedad y prometiendo el oro y el moro como si la política fuera una varita mágica. Por si ello fuera poco, los competidores creen que se encuentran en un típico juego de “suma cero”, es decir, que lo que pierde uno lo gana el otro, y por ello desatan campañas de desprestigio contra sus adversarios (y en el terreno de la corrupción encuentra un chapoteadero inmejorable), lo que al final irradia la imagen de unos políticos marcados todos por las mismas taras.
Si a ello le sumamos el efecto simplificador de las redes sociales, el formato de 30 segundos en los que comparecen en radio y televisión los partidos y candidatos, y los “sabios” consejos de los mercadólogos en materia comicial que susurran que lo óptimo es no acudir a la razón sino a la emoción, entonces tenemos lo que tenemos: un espacio público electoral incapaz de elevar siquiera en un gramo la comprensión de nuestra situación y las eventuales fórmulas para salir del laberinto.