En las sociedades masivas y modernizadas estamos condenados a vivir con otros. Personas, organizaciones sociales, partidos, medios y redes, tienen idearios, religiones, cuerpos valorativos que pueden coincidir o no con los nuestros. Solo en muy pequeñas comunidades, indiferenciadas, quizá se puedan observar unanimidades, que por cierto cuando se rompen suelen generar violencia, expulsiones, intolerancia.

Esa diversidad, connatural a la vida, es la que en democracia coloniza a las instituciones del Estado y obliga a las diferentes fuerzas políticas a coexistir con otras, lo que incluye, a quienes han ganado el gobierno. Esa diversidad, observada con el filtro democrático, es parte de la riqueza de la sociedad y por ello hay que preservarla y ofrecerle cauces para su expresión. En las antípodas se encuentra el resorte autoritario que pretende alinear esa constelación de voces, instituciones y corrientes a una sola doctrina.

El abc anterior viene a cuenta cuando se observa la reacción del gobierno y sus seguidores ante la resolución de la Corte que invalidó parte del autollamado “Plan B”. Por 9 votos a 2, la Corte certificó lo que todos vimos: que el Congreso violó el procedimiento legislativo, vulneró el derecho de las minorías y convirtió una votación que pudo haber sido legítima en ilegítima porque hizo cera y pábilo de sus propias reglas.

Esa resolución de la Corte, que debía forzar al oficialismo a repensar sus usos y costumbres, a darse cuenta que está obligado a acatar las reglas, sin embargo, desató las peores pulsiones del presidente, sus gobernadores y compañeros de partido. El presidente se atrevió a decir que el Poder Judicial no tiene remedio, que está podrido, amenazó con reducir su presupuesto y reformar la Constitución para que los ministros sean electos por el voto popular. El coordinador de Morena en el Senado hizo segunda: amenazó con juicio político a los ministros, y los gobernadores de Morena firmaron una de las comunicaciones más borreguiles de la historia (y conste que la competencia es ardua). Al final, anunciaron un Plan C, cuya intención manifiesta es lograr las dos terceras partes de los legisladores en el Congreso para hacer su santa voluntad y no tener contrapeso alguno a sus caprichos. Obtener el mayor número de votos y escaños es la pretensión de cualquier partido, hacerlo para barrer del escenario a los otros, resulta alarmante.

Dicen que a declaración de parte relevo de pruebas. El mundo ideal del presidente y los suyos es aquel en el que el resto de las expresiones de la sociedad son silenciadas y el aparato estatal solo es habitado por una agrupación política (la de ellos).

Escapar de los otros es una pretensión que tiene una larga historia. No son los primeros. Algunos proyectos han sido ingeniosos y hasta festivos. Desde los falansterios de Fourier hasta las comunas hippies hubo la tentación de generar experimentos ejemplares de colectivos que se escindían de la sociedad y creaban un mundo mejor. Solo cobijaban a los suyos, porque los otros estaban “podridos”. Unos más, sin embargo, que también desprecian a los otros, como algunas sectas religiosas, acabaron en auténticas tragedias, incluso inmolaciones.

Gobernar un país, reconociendo solo como expresiones legítimas a las que coincidan con las del titular del Ejecutivo, nos está llevando por una pendiente de intolerancia y persecución alejada de la buena vibra de los hippies, y más cercana a la de las sectas de fanáticos.