Todo parece indicar que la marcha programada para el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, será masiva y maciza, y el paro del día siguiente tendrá un impacto que ni las promotoras originales soñaron. Ello se debe al justo reclamo para que cese el hostigamiento, el acoso, el maltrato y la violencia contra las mujeres y a la respuesta insensible del Presidente que se convirtió en un aguijón que multiplicó el enojo.

El potente movimiento feminista de hoy se asienta en los avances alcanzados por sus predecesoras y los disparadores de lo que estamos viviendo, aquí y en buena parte del mundo, tiene que ver con dos graves y sensibles temas: el abuso sexual en sus muy distintas modalidades y en particular con la violencia criminal contra las mujeres.

Lo primero tiene que ver con una cultura machista que asigna roles no solo diferenciados a hombres y mujeres, sino que subraya la subordinación de las segundas a los primeros. Ello se ha estado carcomiendo paulatinamente gracias a la incorporación de las mujeres al trabajo asalariado, al incremento de la escolaridad femenil y a la revolución que supuso el uso de métodos anticonceptivos que logró escindir el placer de la reproducción. Esos procesos son el piso firme sobre el que se levanta la exigencia de un trato digno, entre iguales, en todo aquello que tiene que ver con la sexualidad.

La violencia física, como forma específica, que supone desde agresiones recurrentes hasta asesinatos nefandos, ha sido entre nosotros el disparador de la rabia y la movilización de miles de mujeres que de manera estricta y contunde claman por un “ya basta” con sentido de emergencia. No sabemos si ese tipo de violencia se ha incrementado (porque en el pasado se le escondía más que ahora, con vergüenza y furia, porque buena parte se producía en el seno de las familias, supuestamente un espacio de cobijo y protección), pero lo cierto es que hoy tiene una mayor visibilidad y una mucho menor tolerancia social. Esos dos nuevos fenómenos (la visibilidad y la intolerancia ante la violencia) posibilitan dar un vuelco epocal en esa materia.

Las movilizaciones actuales son herederas legítimas del feminismo primero que reivindicó la igualdad entre hombres y mujeres, de las luchas de las sufragistas que lograron el voto y los derechos políticos, de quienes plantearon que no podían darse exclusiones de la educación por adscripción de género, de aquellas que idearon y batallaron por estancias infantiles, de quienes diseñaron las “cuotas de género” para abrir espacios antes vedados. Es decir, la ola que presenciamos está montada en los documentados avances del movimiento feminista del siglo XX que puede observarse en la evolución de la matrícula universitaria o en los cargos públicos que ocupan (en 1900 las mujeres solo podían votar en un país: Nueva Zelanda, S. Pinker, En defensa de la ilustración) o en el porcentaje de mujeres que laboran en las distintas ramas de producción y servicios. Se trata de un largo y azaroso proceso, demasiado lento quizá, inconcluso, que ha vendido igualando condiciones desde las cuales hoy la exigencia de las mujeres multiplica su voz.

Y hasta donde alcanzo a ver, en dos grandes campos se están forjando magnos consensos que pueden ser la plataforma para robustecer relaciones de equidad y trato justo: la igualdad de derechos y la intolerancia absoluta contra la violencia. Solo desde el machismo inercial y caricaturesco o desde la excentricidad extrema se pueden escuchar voces contrarias a esas prescripciones. Por supuesto una cosa es aceptarlas y reivindicarlas de manera retórica y otra hacerlas realidad, pero el acuerdo en lo básico puede generar políticas, programas, disposiciones normativas y por supuesto cambios culturales que los hagan realidad. De hecho, está sucediendo.

Otro campo es el de los derechos sexuales y reproductivos donde persisten abismales diferencias, y en el que habrá que seguir dando la pelea para asentar que la decisión de las mujeres debe primar sobre imposiciones y prejuicios de todo tipo.

Profesor de la UNAM.

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