¿Por qué no solo en México, sino en muchas partes del mundo, los Presidentes se sienten, hablan y actúan como si estuvieran por encima de las instituciones republicanas y por supuesto muy por encima de sus respectivos partidos? ¿Por qué proceden como si hubiesen sido ungidos no como titulares de un poder constitucional (entre otros) regulado, sino como cuasi monarcas que se piensan absolutos? ¿Por qué tantas personas lo ven bien, como algo no solo normal sino incluso venturoso?
No creo que sean preguntas baladíes. Ahí están Trump, Bolsonaro, Duterte, y no hay que ir tan lejos. Pero esas preguntas no aceptan respuestas fáciles. La elección de un cargo unipersonal en contraste con los poderes colegiados (Congreso, Suprema Corte), algo explica; la tradición caudillista en América Latina, cuando hablamos de nuestra región, también; y a ellas pueden sumarse un número grande de nutrientes: la actuación de sus antecesores, los sentimientos de abandono de franjas importantes de ciudadanos por parte de los políticos tradicionales, las expectativas defraudadas y súmele usted.
Pero hay un elemento que no debe dejarse de lado: la hegemonía de un discurso simplista, pero “pegador”, que coloca todas las culpas y taras sociales en la mal llamada clase política. Se trata de una retórica en boga desde hace varias décadas y que ha resultado expansiva. Una suerte de caricatura que modela y conduce los ánimos públicos. Una fórmula eficaz que reduce la complejidad de la vida política y erosiona la legitimidad de los sujetos que hacen posible un régimen democrático: los partidos y las instituciones estatales.
Ya en 2002 Juan Linz pintaba un cuadro en el cual los partidos aparecían en el lenguaje coloquial como el payaso de las bofetadas. “Dividen a la sociedad”, “son todos iguales”, “solo les interesan los votos”, “no representan mis intereses”, “todos son corruptos”, “cuestan demasiado”; nociones exaltadas que expresaban y expresan un desprecio por esas figuras, pero también una incomprensión profunda de su papel en la reproducción de los regímenes democráticos. (Partidos políticos. Viejos conceptos y nuevos retos. Trotta. 2007).
Ese descrédito, al parecer, se ha extendido hacia las instituciones estatales, que al no cumplir con muy diversas expectativas y reclamos generan una reacción adversa, sin que jamás se tomen en cuenta las limitaciones normativas, presupuestales y políticas con las que desarrollan sus tareas. Se imagina que esas instituciones están ahí para resolverlo todo y que todo lo pueden y deben resolver. Esa esperanza incumplible curiosamente es alimentada por los propios políticos en campaña cuando prometen “el oro y el moro”.
Existe, digámoslo rápido, un desencanto mayúsculo con los políticos y la política tradicional, lo que resulta un caldo de cultivo inmejorable para que figuras carismáticas que conectan directamente con franjas relevantes de la población exploten el hartazgo montándose en los prejuicios instalados, diciéndole a la mayoría lo que desea escuchar, reproduciendo el sentido común cimentado en la sociedad.
Dichas figuras abominan del laberinto institucional y del circuito partidista, a los que juzgan como diques construidos para erosionar su capacidad de acción y mando. Quieren gobernar sin mediaciones, por encima de las instituciones, sin necesidad de partidos, porque, afirman, su voluntad está fundida con el auténtico pueblo.
El “pequeño” problema es que sin esas instituciones y actores políticos no hay democracia posible. Democracia como un régimen que permite la convivencia y competencia de la diversidad política, que posibilita la alternancia en los gobiernos y que aspira a un poder político regulado por la ley, dividido para su ejercicio y vigilado tanto por el equilibrio que guardan los poderes constitucionales como por la acción de las organizaciones de la sociedad civil.
El desenlace, sin embargo, dependerá de que los contrapesos diseñados por la Constitución y los instalados en la sociedad funcionen. Si no…
Profesor de la UNAM