En solidaridad con los científicos perseguidos


No deja de llamar la atención y preocupar la adhesión (en ocasiones hechizo) al régimen cubano de franjas relevantes de la izquierda mexicana. Máxime cuando fue a través de la vía democrática que nuestra izquierda logró crecer, fortalecerse y llegar a los espacios de representación y a los gobiernos estatales y federal. Da la impresión (y quisiera equivocarme) que la experiencia y ruta vividas en nuestro país no erosionaron con suficiencia viejas consejas que impiden a muchos asumir cabalmente los principios y valores democráticos. Creo que existen por lo menos tres nutrientes de ese apego que tienen una cierta tradición, pero que hoy por hoy resultan no solo anacrónicos, sino alarmantes.

1. La Revolución como sinónimo de cambio verdadero. La revolución tuvo y tiene en el imaginario de cierta izquierda una centralidad que con el proceso de transición democrática (me) pareció que declinaba. En esa dimensión ilusoria, la revolución significaba una transformación radical, violenta, espectacular, que modificaría de raíz la realidad. En contraste, las transformaciones graduales (reformistas), pacíficas, realizadas por canales institucionales, palidecían como insignificantes, menores, y en el extremo eran solo gatopardismo. Lo cierto y constatable es que la izquierda avanzó por esa segunda vía y sigo pensando que, en el camino, buena parte de ella transitó, para bien, de los códigos revolucionarios a los democráticos. Pero al parecer, nunca fue abandonado del todo (o, mejor dicho, por todos), el frenesí retórico “revolucionario”. Y ciertamente la cubana fue una revolución… que acabó haciendo suyo, para desgracia de los propios cubanos, el “modelo soviético” de Estado (unipartidista, vertical, supresor de las libertades).

2. El poco aprecio por la democracia y las libertades. Al parecer la vieja noción de que la forma de gobierno democrática no es más que una máscara de la dominación burguesa sigue gozando de cabal salud entre no pocos. El poder regulado, la división de poderes, los derechos humanos, los mecanismos de control y vigilancia de las autoridades, los derechos de las minorías (auténticas edificaciones civilizatorias) siguen siendo despreciadas. Bajo el argumento de que lo importante es para quien se gobierna (presuntamente para el pueblo), el cómo se gobierna deja de importar. No se acaba de entender que por esa vía lo que se construyen son dictaduras que, por cierto, tampoco cumplen con los supuestos beneficiarios de su gestión.

3. Un antiimperialismo heredado de la Guerra Fría. El mundo bipolar que emergió de la Segunda Guerra “ordenó” los alineamientos políticos en todo el orbe. Demasiados por convicción, por pragmatismo o porque no encontraron otra opción, se alinearon con los bandos en pugna. Cierto, hubo intentos y hasta agrupaciones de países que buscaron o proclamaron su no alineamiento. Pero el conflicto fundamental entre la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia por un lado y las democracias occidentales y su Pacto Atlántico por el otro, se convirtió en un imán que “formó” a las muy distintas fuerzas políticas y países. La Guerra Fría terminó, pero parece persistir el potente y simple resorte aprendido: que todo aquello que se oponga a Estados Unidos es por definición virtuoso. Un reflejo bien aceitado, elemental e inservible que convierte a cualquier resistente a Estados Unidos en una entidad digna de aprecio.

Profesor de la UNAM

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