La vida en la UNAM es rica, compleja y productiva. Cerca de 350 mil estudiantes acuden a sus aulas en distintos niveles, más de 40 mil profesores imparten un sinnúmero de materias de los cuales más de 12 mil son de tiempo completo, los trabajadores administrativos suman más de 40 mil y las labores de docencia, investigación y difusión de la cultura no cesan. Las disciplinas que se enseñan y desarrollan intentan abarcar prácticamente todas las áreas del saber, 128 carreras pueden cursarse, por sus pasillos transitan físicos, ingenieros, médicos, sociólogos, economistas, filósofos, músicos, actores y súmele usted. Sus laboratorios son fuente de conocimiento y formación, cuenta con un observatorio astronómico y con la única reserva ecológica de la capital; sus cines, teatros, espacios para la danza, su sala de conciertos, exposiciones, museos, ofrecen una gama de expresiones artísticas de muy diverso calado. Es un universo variado, intenso y contradictorio, que forma profesionistas, amplía el marco de visión de su comunidad, discute e indaga sobre los problemas nacionales, se liga con los circuitos más avanzados del conocimiento en muy distintas especialidades, recrea las artes y las hace accesibles a diferentes públicos y educa a vivir y a ejercer la libertad. Se autogobierna intentando que los criterios académicos sean predominantes de tal suerte que no esté atada a los vaivenes políticos. Esa es su fuerza.
No es perfecta. Tiene zonas de excelencia y espacios deteriorados, personal eficiente y también ineficaz. La calidad de su docencia e investigación no es pareja y es común que en las diferentes dependencias existan tensiones y conflictos (propios de cualquier institución viva). Pero el párrafo primero quiere llamar la atención sobre la importancia y centralidad de la UNAM, la escala de las labores que desempeña, el bien que le hace al país y a sus miles de estudiantes, para salirle al paso a una imagen sesgada que la presenta como un espacio de anarquía, conflicto y quebranto.
En ese universo cobró fuerza un reclamo expansivo contra el maltrato, el acoso y la violencia contra las mujeres. Se trata de conductas localizadas e inaceptables que deben ser frenadas y sancionadas. Y creo que en torno a ellas existe un amplio y potente consenso para erradicarlas. Nada las justifica y la tradición machista puede y debe ser anulada. De hecho, ya se han tomado acciones diversas: desde sanciones a algunos de los infractores o cauce a diferentes denuncias que no pueden ser resueltas sin el debido proceso, hasta la introducción de materias optativas para atajar la violencia de género o los compromisos de no represalias contra los activistas.
Pero por lo menos tres elementos de la reciente ola de protestas también deben ser atajados: 1) grupos escindidos de los estudiantes que hablan a nombre de ellos sin siquiera tomarles opinión. Esa pseudo representación en demasiados casos ni siquiera realiza consultas o asambleas, se autoerige como vocero de comunidades complejas y con sus acciones suele excluir a la mayoría. 2) el hecho de que no den la cara, de que en muchos casos no se sepa quiénes son, impide a los miembros de la comunidad identificar a sus posibles interlocutores mientras ellos aprovechan su incógnita para actuar en la más perfecta de las impunidades, y 3) la violencia y la destrucción que de manera reiterada han ejercido algunos no puede ni debe excusarse. Reivindicaciones justas acaban por ser desnaturalizadas cuando se agrede a maestros y estudiantes y se devastan oficinas, mobiliario, computadoras, archivos, etc.
Circulan demasiadas versiones conspirativas sobre lo que sucede en la UNAM. Los tres elementos anteriores están a la vista. Intentan no alimentar esas versiones, sino apuntar que prácticas indeseables —así sea embozadas en la retórica más noble— merecen ser repudiadas por lo que son y por lo que significan: fórmulas autoritarias y devastadoras contra la UNAM. Una institución que, ante esos embates, por desgracia, devela su fragilidad.
Profesor de la UNAM