El presente y el futuro inmediato pintan mal. Y la inmensa mayoría lo sabe. Las crisis combinadas de salud y económica están en curso y cada una está dejando su estela de destrucción. La primera sigue incrementando el número de contagiados, hospitalizados y muertos junto con la zozobra que acompaña la vida de millones. Y la segunda significa cierre de empresas de todos calados, ingresos reducidos para cientos de miles y según el Inegi 12.5 millones de trabajos perdidos en abril (¿cuántos más se habrán clausurado en mayo?).
Los estragos sociales son y serán mayúsculos y no se pueden ni se podrán ocultar. La esperanza suscitada por el cambio de gobierno entre franjas importantes de la población parece erosionarse de forma paulatina. Y si el Coneval no se equivoca tendremos, como hace mucho no veíamos, un mayor número de desempleados y de nuevos pobres. De tal suerte que el humor social será más agrío, más pesimista y doliente.
Y el asunto puede ser peor si no conjuramos los brotes de violencia que están nublando aún más el escenario. Porque el ambiente de incertidumbre y preocupación requiere una reacción y una propuesta gubernamental no solo para atemperar los estragos de las dos crisis combinadas, sino para intentar, junto con el resto de las fuerzas políticas y sociales, edificar un ambiente que permita la convivencia de la pluralidad política que modela al país. (Lo cual no quiere decir que ello suponga que la diversidad de agrupaciones y ciudadanos deben deponer sus diagnósticos y propuestas, muchas de ellas confrontadas). Al parecer, estamos obligados a construir o reconstruir un piso básico —compartido— que haga que nuestra coexistencia sea pacífica y productiva. Y por lo menos habría que intentar que no se descomponga aún más, cerrándole el paso a la violencia.
La violencia estatal, el abuso de autoridad, los excesos policiacos deben ser frenados y la violencia que ejercen pequeños grupos embozados también. No sé si en esos brotes hay manos que mecen las cunas (no soy detective), pero debería forjarse un gran acuerdo para deslegitimarlos y ponerlos contra la pared. Sin embargo, para ello tenemos un problema mayúsculo: nuestras policías no parecen estar suficientemente capacitadas para lidiar con la violencia que desatan los reales o supuestos anarquistas. Si se contiene a los policías, los violentos destruyen sin medida; si se les ordena actuar, suelen propasarse sin miramientos. Y el problema se hace más grave porque adversarios políticos observan de manera socarrona y se regocijan cuando sus contrincantes enfrentan ese dilema. Si hay abuso policial los gobiernos son autoritarios, represivos. Si no actúan resultan cómplices y tolerantes de los abusos de esos grupos de jóvenes. El asunto se complica aún más porque algunas autoridades parecen no comprender que los policías pueden prever, contener, detener y presentar ante el ministerio público a los agresores y que ello no supone “reprimir” tal como se entiende en la jerga común, como sinónimo de violencia extralegal y abusiva.
No puede haber excusa ni pretexto. El asesinato de Giovanni López a manos de la policía municipal de Ixtlahuacán es inadmisible. No debe ser que las agrupaciones policiales, supuestamente formadas para proteger a los ciudadanos, se conviertan en sus verdugos. Por ello y con razón la reacción airada de miles y miles. Las fuerzas de seguridad deben actuar apegadas a la ley y garantizando los derechos humanos de todos sin excepción. Y eso vale para Jalisco y la Ciudad de México.
Pero también, es imprescindible no coquetear y menos justificar la violencia “contestataria”, presuntamente antiautoritaria. No solo por su cauda destructiva y el terror que inyecta en el ambiente (sería suficiente), sino porque genera una espiral que nadie sabe dónde pueda terminar y destruye mucho de lo construido en términos de una convivencia medianamente pacífica. Es necesario dejar de ensalzar la violencia venga de donde venga precisamente para que todas las voces y reclamos puedan manifestarse y ser escuchadas.
Profesor de la UNAM