La gran aspiración original del feminismo fue la de la igualdad. No solo era y es un reclamo justo sino estratégico porque permite modificar de manera radical la dominación y exclusión que han modelado las relaciones entre hombres y mujeres. Se trataba de alcanzar la igualdad en las esferas públicas y privada, incluyendo el ejercicio de la sexualidad.
En este último y fundamental terreno el feminismo tuvo y tiene que remar contra los códigos culturales que asignan roles no solo diferenciados a unos y otras, sino que coadyuvan a reproducir relaciones más que asimétricas. Se trata de algo que sabemos y vivimos y que la inercia reproduce con altos costos para las mujeres. Acudo a Marta Lamas porque no lo puedo decir mejor: “El código cultural condensa las concepciones sociales en torno a lo que significa ser hombre o ser mujer y estima la actividad sexual como ‘peligrosa’ para las mujeres y ‘saludable’ para los hombres. Para las mujeres el ‘peligro’ radica en dos cuestiones: la posibilidad de quedar embarazada y el riesgo de ser deshonradas, pues la sexualidad femenina fuera de los marcos de la ‘decencia’… produce rechazo y escándalo… El ideal cultural de castidad y recato de la feminidad contrasta con la creencia de que los hombres requieren ‘variedad sexual’ para su salud, por lo que ellos no son estigmatizados por tener ‘aventuras’, pues así fortalecen su valor masculino. Por eso se acepta socialmente que tengan múltiples encuentros sexuales, no solo antes del matrimonio sino incluso después. La doble moral sexual es evidente: lo que prestigia a los hombres, desprestigia a las mujeres”. (Acoso y justicia. Inacipe. 2019).
El feminismo empezó a cuestionar esos “modelos” (estereotipos) e impactó a la realidad. En las décadas de los sesenta y setenta se trastocaron creencias y conductas que posibilitaron ejercer una sexualidad más libre. Los anticonceptivos escindieron la reproducción del placer; el rock, el cine, la literatura, modificaron el cristal con el que se evaluaban las conductas sexuales; las relaciones tendieron a equilibrarse y se respiró la posibilidad de hacer realidad la ansiada igualdad (eso no sucedió en todos los territorios y grupos sociales, lo nuevo y lo viejo siguieron coexistiendo y lo viejo quizá continuó siendo abrumadoramente mayoritario, pero el impacto de los nuevos vientos transformó la vida de millones de personas).
Ahora, el feminismo ha puesto en el centro de la atención pública el inmenso y ruin problema de la violencia contra las mujeres. Un tema que venturosamente adquiere visibilidad pública y que nadie en su sano juicio puede negar o minusvaluar. Desde los feminicidios y las violaciones hasta el acoso y el abuso son repudiados y no debería existir recurso retórico para contemporizar con ellos.
Vale la pena distinguir entre los diferentes tipos de violencia contra las mujeres, no solo porque no son lo mismo y su impacto es marcadamente diferente, sino porque se puede retroceder mucho de lo avanzado en el terreno sexual. En la casilla del acoso se ha empezado a meter, como en un cajón de sastre, prácticamente todo, como si en la sexualidad todo pudiera ser aséptico y transparente. Vuelvo a acudir a Marta Lamas: “si todo se considera acoso, se minimiza lo que realmente es grave… hay que deslindar actos que pueden ser torpes, incluso ridículos, pero que no implican abuso ni agresión”, porque ya se empieza a considerar como acoso una mirada, un piropo, albures o chistes “colorados”, cuyo significado depende del contexto. “Se está fortaleciendo una narrativa peligrosamente puritana”, como si en toda relación hombre-mujer el primero fuera el victimario y la segunda la víctima, sin espacio siquiera para pensar en los muy diversos caminos (no violentos ni agresivos) que modelan las relaciones cargadas de deseo. Porque como dijo la antropóloga feminista Carol Vance —citada por Lamas—: “es necesario que el movimiento feminista hable igual de poderosamente a favor del placer sexual que como lo hace en contra del peligro sexual”.
Profesor de la UNAM