Haciéndose eco de la campaña de descalificación contra los órganos constitucionales autónomos desatada por el presidente, el director general de la CFE, Manuel Bartlett, declaró: “Fueron arrancando funciones fundamentales del Estado para hacerlos autónomos”, y “el gobierno mexicano puede absorber todos los órganos autónomos”.

Las declaraciones revelan que en el gobierno existe una preocupante confusión entre Estado, gobierno y órganos autónomos. Esos órganos no son independientes del Estado, forman parte de él. Su autonomía es en relación a los poderes tradicionales. Así que con ellos no se “arrancaron” funciones al Estado. Por las características de sus tareas se pensó conveniente que, siendo instituciones estatales, no estuvieran alineadas al resto de los poderes constitucionales. Y por supuesto que el gobierno, que es parte del Estado, pero no es el Estado, puede substituirlos, pero solo reconcentrando facultades en el presidente, en tareas que requieren precisamente de independencia del Ejecutivo.

Pero el debate no es solo conceptual. Tras el embate a los órganos autónomos no puede esconderse la pretensión de reconstruir una presidencia omniabarcante como la que México vivió durante décadas, antes del proceso democratizador, que dejó atrás la época en la que el presidente no solo ejercía sus facultades constitucionales, sino las que Jorge Carpizo denominó metaconstitucionales que lo convertían en un poder casi absoluto, sin límites ni contrapesos y por ello antojadizo.

Los órganos constitucionales autónomos surgieron para atender tareas específicas que el gobierno no podía cumplir cabalmente y fortalecer un Estado constitucional de derecho. No fueron un capricho sino la respuesta a exigencias sociales. Acudo solo a 3 ejemplos.

Las comisiones de derechos humanos —que por cierto no nacieron autónomas— fueron la respuesta a la violación sistemática de derechos por parte de diferentes dependencias gubernamentales que una y otra vez quedaban impunes. Destacadamente su motor fue el clamor de los familiares de los cientos de asesinados, torturados, desaparecidos y procesados sin garantías durante la llamada guerra sucia. Se trata de comisiones que tienen que plantarse frente al gobierno para la defensa de los ciudadanos y no podrían ejercer su tarea si fueran juez y parte en cada uno de los casos.

Los institutos de acceso a la información fueron resultado de los planteamientos de periodistas y académicos que reclamaron transparencia ya que, aunque parezca extraño, hasta el año 2002 la información pública se manejaba como si fuera privada. La reforma dio una vuelta de tuerca fundamental al considera que la información pública debía ser pública (y no es un juego de palabras) y fue necesario crear un órgano que garantizara ese acceso ante las inercias y negativas de las muy diversas oficinas.

¿Y qué decir del IFE-INE que fue la fórmula para intentar reconstruir la confianza en los procesos electorales organizados desde el gobierno sin garantía alguna de imparcialidad?

¿De qué se trata entonces? ¿de reconcentrar facultades en el presidente que no podrá cumplir satisfactoriamente? ¿de deshacerse de contrapesos que cualquier Estado moderno requiere?

Recuerdo el dislate que la secretaria de la Función Pública respondió en el programa Tragaluz. A la pregunta provocadora “¿AMLO es el Estado?”, con una sonrisa respondió: “AMLO, el presidente, es el Estado”. ¡Vaya, como Luis XIV!, el Rey Sol.

Profesor de la UNAM

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