La escuela no es la extensión de la familia, el barrio, la comunidad, las iglesias, los medios, los partidos. Suele ser incluso una ruptura con ellos. Es un espacio singular y único, en el cual, se supone, los conocimientos científicos tienen absoluta preeminencia. Mientras en los primeros es común que se reproduzcan supercherías de todo tipo, “verdades reveladas” y consejas populares, el espacio escolar, lo dice nuestra propia Constitución, debe ser laico, “orientado” por “los resultados del progreso científico”. Es una aspiración que viene de lejos y que es alimentada por la convicción de que solo la “ilustración” (es decir, el conocimiento) puede arrancar a las personas de la ignorancia y los prejuicios.

En un mundo, además, inundado de ocurrencias inanes y engañifas anticientíficas, que se reproducen con una enorme potencia a través de los grandes medios de comunicación y las redes sociodigitales, la escuela debe ser un terreno reforzado para abrirle paso al pensamiento racional, los conocimientos probados, las verdades legitimadas en los circuitos en donde se generan los saberes de punta.

En nuestro caso, ese esfuerzo tiene dos puntales: los maestros y los libros de texto gratuito. Sobra decir que de los primeros depende que los objetivos declarados se puedan cumplir. Si se toman en serio los enormes temas de la adquisición de conocimientos y de la capacidad intelectual, no se puede arribar a ellos “sin el peso del aprendizaje ordenado y sin trasmisión del saber”. Y para ello “hoy más que nunca necesitamos docentes para adquirir los saberes básicos, para enseñar a los jóvenes a leer, a escribir, a contar, a hablar e incluso a pensar con todo lo que suponga rigor, razonamiento, argumentación, formulación exacta, precisión en el uso de los conceptos” (Gilles Lipovetsky. De la ligereza). Y para ello son imprescindibles libros adecuados.

En nuestro caso, los libros de texto gratuitos son y han sido el instrumento fundamental a través del cual los niños entran en contacto con las primeras nociones de las distintas disciplinas. Por ello, el debate sobre los nuevos contenidos no solo es relevante sino estratégico.

La cantidad de errores y omisiones que han sido develados, la falta de pruebas piloto, la reducción mayúscula de las matemáticas, el español, la historia o la geografía, serían suficientes para hacer un alto en el camino y revisar en serio, por los mejores especialistas en cada materia, los contenidos. Es un asunto que, visto en frío y evaluando sus profundas implicaciones, reclama trascender los alineamientos políticos para colocar en el centro de atención el tan traído y llevado y valioso sin duda “interés superior de la niñez”.

Estamos en presencia de una operación “transformadora” en materia educativa que parte de una monumental falacia: que lo hecho hasta ahora no merece reconocimiento. Una visión del pasado sobre ideologizada incapaz de valorar lo realizado, de analizar a detalle lo que funciona y no, lo que merece preservarse, lo que reclama reformas y lo que de plano debe desecharse. Lo más sencillo y cerril es declarar clausurada una etapa y abrir supuestamente otra superior. Los libros de texto gratuitos tienen una larga historia (más de 60 años), seguramente con altas y bajas, pero siempre alentados y supervisados por especialistas en las diversas materias, que coadyuvaron a incrementar el conocimiento de los niños. Y con esa tradición venturosa sí que se está rompiendo.

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