Se supone, y es mucho suponer, que la política debe ordenar la propia vida política, ofrecerle sentido, dirección, horizonte. O por lo menos hacer discernible los problemas y las eventuales soluciones, los retos y los dilemas que se enfrentan. Y cuando la política es democrática afloran los distintos diagnósticos, prioridades, propuestas que deben confrontarse y embarnecer el debate público. Todos esos son supuestos de una política productiva, capaz de generar causas colectivas que pueden hacer mejor la vida en común.
Pero, por supuesto, pueden desatarse políticas que niegan todo lo anterior. Políticas autorreferenciales, carentes de sentido, nebulosas, degradantes de la vida pública. En esas andamos desde que se anunció, por la propia coalición gobernante, el inútil expediente de la revocación de mandato. Vayamos por partes.
El presidente fue electo para ejercer su cargo por un lapso de 5 años y diez meses. Así que en principio si sus opositores no han movido un dedo para desplazarlo todo el ejercicio es innecesario. Puede y debe cumplir con su periodo porque para ello fue electo.
Como eso lo sabe cualquiera fue necesario que el Legislativo se prestara a una operación reformadora que violó dos principios fundamentales de cualquier cambio normativo: que no deba ser retroactivo y menos ad hominem. No debe ser retroactivo porque a nadie se le debe aplicar una ley nueva que modifique, ex post, los supuestos bajo los que fue designado o electo. ¿Recuerdan el triste caso del gobernador de Baja California que quiso alargar su periodo de gobierno una vez que ya había sido electo por dos años? Pues de la misma forma no se debieron cambiar las condiciones de la elección de AMLO “después del atole”. En todo caso la nueva disposición debió entrar en vigor para el próximo gobierno. Pero no. La reforma no solo se diseñó con efectos retroactivos, sino que además tuvo transparente dedicatoria y peticionario.
Pero más allá de esa flagrante anomalía ya está en la Constitución. Se supone (otra vez) que esa disposición existe para construir una eventual ruta de salida cuando se desata un clamor popular para que el titular del Ejecutivo abandone su cargo. ¿Y qué hemos observado? Que tanto la recolección de firmas para pedir la revocación del mandato como la campaña para participar en la mencionada consulta la llevan a cabo seguidores del presidente, que han desplegado recursos humanos, logísticos y financieros, como si se tratara de una epopeya, mientras las oposiciones miran desde lejos y sin mayores aspavientos el circo ambulante. Una movilización innecesaria. Un sinsentido mayúsculo porque si los promotores de la consulta no se hubieran esforzado, la estancia de López Obrador en la Presidencia estaba garantizada.
¿Son o se hacen? Sería la pregunta más elemental. Pero no. El sentido del sinsentido reside en la ambición del presidente de alinear una y otra vez a una sociedad masiva, diferenciada, recargada de matices políticos, en solo dos bandos: conmigo o contra mí, que según él quiere decir con el pueblo o con los enemigos del pueblo. Una construcción burda y primitiva, incapaz de asimilar lo que es México, pero útil para seguir alimentando una mecánica no solo improductiva, sino altamente destructiva de lo que el país logró construir para ofrecer un cauce civilizado a la coexistencia de la pluralidad que lo anima. (Bueno, también es una fórmula para que el robusto ego del presidente se expanda un poco más).
Profesor de la UNAM