Hoy los debates entre los candidatos presidenciales son una rutina. Una rutina democrática. Incluso están contemplados en la ley. Se trata, en teoría, de la confrontación de diagnósticos y programas frente a los ciudadanos que, se su pone, con ellos se forman, mal forman o ratifican sus opiniones.
Se trata de una práctica que apenas tiene 30 años. Fue durante las campañas de 1994 cuando por primera vez en la historia del país los tres principales candidatos accedieron a debatir frente a las cámaras de televisión logrando, por cierto, una enorme audiencia. El contexto lo demandaba. Y es obligado reconocer la actitud de los tres y sus partidos que con ese gesto ayudaron a aclimatar entre nosotros la convivencia/competencia de la diversidad política.
Las campañas ya habían iniciado cuando se produjo el levantamiento armado del EZLN en el primer minuto de aquel año, y con posterioridad, el 23 de marzo, fue asesinado el candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio. El ambiente era tenso y los presagios ominosos. La violencia irrumpía en medio de un proceso comicial irradiando incertidumbre y miedo. Es difícil reconstruir aquel clima, pero lo cierto es que el debate fue una inyección de aire fresco y esperanzador en un ambiente preocupante.
Fue un eslabón —fundamental— de una cadena: primero, los “Acuerdos y compromisos” de ocho de los nueve candidatos a la presidencia y de sus respectivos partidos para construir garantías mutuas de un proceso electoral legal y legítimo y para cerrarle el paso al expediente de la violencia; luego el cese unilateral del fuego decretado por el gobierno federal el 12 de enero; seguido de la apertura de una vía de negociación entre el gobierno y el EZLN; la instalación de mesas de negociación entre los partidos y el gobierno que arrojaron cambios constitucionales y legales en materia electoral; y una serie de acuerdos en la mesa del Consejo General del IFE para generar limpieza en los comicios y certeza en sus resultados. Fue un esfuerzo concertado con un objetivo: pavimentar el método pacífico y participativo para la elección de gobiernos y representantes.
En ese contexto, el 12 de mayo, en el Museo Tecnológico de la Comisión Federal de Electricidad, Ernesto Zedillo (PRI), Diego Fernández de Cevallos (PAN) y Cuauhtémoc Cárdenas (PRD), protagonizaron un debate inaugural e histórico que de alguna manera anunciaba una nueva etapa en la vida política del país: la de la coexistencia obligada y legítima de la diversidad política. Mayté Noriega fue la moderadora y a la distancia (que todo lo adelgaza e incluso olvida) es difícil comprender el muy alto significado de aquello.
El reconocimiento mutuo de los contendientes, su aparición conjunta para subrayar coincidencias y diferencias, el hacerlo de cara a los ciudadanos, anunció de forma elocuente que la diversidad política del país estaba ahí, viva y actuando, y que ningún exorcista podría terminar con ella, por lo cual era necesario reconocerla, valorarla y ofrecerle un cauce institucional para su expresión y coexistencia. Hace treinta años escribí en La Jornada: es “una señal de que la pluralidad política que cruza al país puede convivir de manera civilizada”. Y en efecto, en aquel entonces, candidatos y partidos hicieron de la necesidad, virtud. Tenemos que recuperar aquel aliento. También por necesidad. Porque nadie será capaz de alinear y comprimir a un país desigual y diverso a un solo discurso, en un solo mandato.