En épocas en las que la política se encuentra en un tobogán degradante (alguien de manera socarrona dirá: “todas”), quizá sea necesario volver a las nociones elementales que le ofrecen sentido y horizonte.
Todas las normas jurídicas se sustentan y expresan valores que les dan sentido. En teoría, son disposiciones no caprichosas que expresan un deber ser que explica su pertinencia. En el caso del nombramiento de los ministros de la Corte, el artículo 96 de la Constitución establece el mecanismo a través del cual son elegidos. Dice que el presidente debe presentar una terna a la consideración del Senado, el cual después de hacer comparecer a los candidatos, designará al ministro con por lo menos las dos terceras partes de los votos. Si eso no sucede, el presidente debe mandar una nueva terna, y si es rechazada, entonces el presidente designará al ministro entre los integrantes de esa segunda terna.
El mecanismo es claro. ¿Pero qué es lo que busca? ¿Cuál es su intención? Lo obvio: dada la importancia del nombramiento hace concurrir a los otros dos poderes constitucionales: el presidente propone y el Senado resuelve, pero no a través de una mayoría simple de votos, sino de una mayoría calificada, que en la etapa democrática de nuestra vida política reclama un acuerdo entre diversas bancadas dado que ninguna en singular tiene ese porcentaje de votos. Eso ha sucedido desde el año 2000 cuando la pluralidad política invadió a la llamada Cámara Alta. Se trata de que las fuerzas políticas fundamentales nombren a una persona capaz de ofrecer garantías (a todos) de que el cargo no se ejercerá de una manera facciosa. Y para ello se requiere que el presidente, titular del Ejecutivo, envíe una terna en la cual haya “tela de donde cortar”. Esa es (creo) la manera legítima de leer los ordenamientos constitucionales.
Pero existe otra lectura, más bien “grilla”, supuestamente sagaz, digna de políticos menores (muy menores). Conociendo que al final, si las dos ternas no prosperan, el presidente designará a la nueva ministra, entonces el proponente se encarga de colocar en ellas a puros incondicionales, de tal suerte que suceda lo que suceda es sólo su voluntad la que impera. Alérgico al acuerdo con las otras fuerzas políticas, que legítimamente están representadas en el Senado, la maniobra sirve para demostrar quién manda. No importa que con ello se desnaturalice el sentido profundo del nombramiento.
Si existiera en el presidente una mínima sensibilidad democrática, luego del rechazo a la primera terna hubiera confeccionado una nueva que permitiera el diálogo y la negociación en el Senado. Pero no, aprovechando que ya existen antecedentes, solo modificó a una integrante de la propuesta. Así, o el Senado aprueba a una de las presentadas o por primera vez en la historia reciente del país tendremos una ministra nombrada directamente por el presidente. Lo que en la Constitución aparece como un último recurso, como la fórmula de escape si es que no se logra un acuerdo en el Senado, será activada por un presidente arrogante que se sentirá triunfador.
Tendremos, quizá, así, ¡una ministra del presidente! Por supuesto que si existiera un mínimo decoro, unos gramos de dignidad, la “afortunada” estaría obligada a declinar tan alto “honor”. Escribo dignidad. Y sí, esa cualidad escasa pero necesaria, sobre todo tratándose de una ministra de la Corte, de respetarse a sí misma como condición indispensable para lograr que los demás la respeten.